Debe haber sido alrededor del mediodía. El verano ya había terminado pero en Lima, los veranos nunca terminan cuando se terminan sino mucho después. El asunto es que había todavía mucho sol y caminar como lo venía haciendo desde hace más de una hora no parecía buena idea a nadie más que a él. Así había sido siempre, pensar contra la corriente pero al final dejarse llevar por ella con facilidad.
Ahora sin embargo, no había corrientes, era solamente él, con una mochila, con mucha sed, andando, pensando, hablando a nadie que los demás pudieran ver, con la espalda empapada de sudor rumbo a una película que ya se ha perdido en el olvido, los audífonos al tope. Las calles solitarias se sucedían, los parques, los perros, las gentes y él allí como lo que siempre ha sido, un absurdo testigo de la minucia, de aquello que a nadie interesa y donde se puede solazar mirando la belleza invisible de la cotidianeidad. ¿Por qué decidió andar como lo estaba haciendo? Nadie tiene esa respuesta, como siempre, no había sido más que una pulsión, una parte de él que decidía sin motivación conocida pero con el presentimiento y la seguridad de no defraudar(se).
Hacía rato que el cansancio se manifestaba en las plantas de los pies que se cocinaban a cada pisada. No eran las zapatillas adecuadas para parecer que se anda sin rumbo. El destino, sin embargo, ya estaba bastante cerca.
Para su sorpresa, se encontró en aquel instante con todas las variables en ese lugar.
El momento del descanso se acercaba en una pacífica ansiedad. Llegaba el momento de refrescarse con el agua de una botella de plástico y frente a él se sucedía un río interminable de cientos de automóviles con prisa por llegar a donde fuera. Él allí, a solo veinte metros de distancia, pero en realidad tan lejos, tan ausente de ese ruido, de ese día de trabajo que tantos vivían frente a él. Caminando a solas sin nadie alrededor se puso a cantar. A los gritos. Se limpió el rostro con la parte delantera de su polo y al volver a ser visible, en el tal rostro se le había dibujado una sonrisa. Incontrolable.
Segundos después encontró una sombra. Un paradero solitario desde el cual partían buses hacia el cementerio dos veces al día. Allí se sentó con los audífonos a medio volumen y siguió cantando.
Recién entonces reparó en lo que sentía. No era algo nuevo sino algo que volvía. Que recuperaba. No recordaba cuando había sido la última vez que esa plenitud se había manifestado en él. Allí estaba y estaba feliz. Completo. Libre. Solo se necesita una sombra y ya no se necesita nada más. Tan sencillo.
Hacía rato que el cansancio se manifestaba en las plantas de los pies que se cocinaban a cada pisada. No eran las zapatillas adecuadas para parecer que se anda sin rumbo. El destino, sin embargo, ya estaba bastante cerca.
Para su sorpresa, se encontró en aquel instante con todas las variables en ese lugar.
El momento del descanso se acercaba en una pacífica ansiedad. Llegaba el momento de refrescarse con el agua de una botella de plástico y frente a él se sucedía un río interminable de cientos de automóviles con prisa por llegar a donde fuera. Él allí, a solo veinte metros de distancia, pero en realidad tan lejos, tan ausente de ese ruido, de ese día de trabajo que tantos vivían frente a él. Caminando a solas sin nadie alrededor se puso a cantar. A los gritos. Se limpió el rostro con la parte delantera de su polo y al volver a ser visible, en el tal rostro se le había dibujado una sonrisa. Incontrolable.
Segundos después encontró una sombra. Un paradero solitario desde el cual partían buses hacia el cementerio dos veces al día. Allí se sentó con los audífonos a medio volumen y siguió cantando.
Recién entonces reparó en lo que sentía. No era algo nuevo sino algo que volvía. Que recuperaba. No recordaba cuando había sido la última vez que esa plenitud se había manifestado en él. Allí estaba y estaba feliz. Completo. Libre. Solo se necesita una sombra y ya no se necesita nada más. Tan sencillo.
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