26/5/13

Choy

Hubo un tiempo en que con el chino Choy nos peleábamos todo el tiempo. Éramos tan pequeños que pensábamos que todo se podía resolver a los golpes. 
Éramos ambos de los de menos metros hacia el cielo en el salón B, compartíamos intereses comunes y algunos de estos eran el fútbol de cada recreo, los carros pequeños de juguete, los pantalones sucios de tierra todo el tiempo, las camisas de manga corta, el cabello lacio, la vecindad del Chavo. 
Era curioso porque llevábamos más de tres años de conocernos, tiempo en el que habíamos pasado por todas las etapas. Como se acostumbraba en aquellos tiempos de colegio, se nos agrupaba por centímetros más o centímetros menos y así nos ordenábamos en esos enormes, interminables salones a los que de vez en cuando se colaba una paloma por la ventana y se golpeaba contra las paredes y los confusos vidrios hasta caer moribunda junto a los lustrosos zapatos de algún imberbe en uniforme color rata.
Decía entonces que teníamos mucha historia como compañeros de salón, más de una vez nos habíamos sentado juntos, habíamos estado en el mismo bando, en bandos contrarios, alguna vez fuimos un bando de dos, es decir que nos llevábamos de lo mejor que se pueden llevar dos niños que se veían por tantas horas al día.
Era cuarto de primaria y la primera de estas veces fue casi al final de un recreo. Él quitó algo, yo quité algo, lo que fuera y estábamos rodando por el suelo, él dándome de puñetes donde pudiera, sobre todo en la espalda y yo con mi estúpida forma de pelear, rodeandole el cuello con una sola mano lo más fuerte que pudiera y pensando que así podría inutilizarlo. Siempre he tenido miedo de golpear a alguien de mala manera, ya se sabe, un mal golpe de esos que uno nunca tiene la intención de dar pero que te pueden dejar una marca de por vida.
Claro que no le di ninguno de esos golpes. El 99% de los demás disfrazados de plomo educar se fueron yendo a sus salones, espantados por el timbre del final de la diversión pero algunos de los nuestros se quedaron a mirarnos dar lo mejor de nosotros para deshacer al otro. Habían pasado buenos minutos hasta que alguien se acercó y nos cogió del brazo, separamos nuestras furias para mirarnos con desprecio y proferir una última amenaza que nos dio la sensación placentera de haber dado el golpe final.

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