Pasaron once largos años. Esta vez la idea fue de él. Campo de Marte. Ya no era un niño pero como si lo fuera. Aprender como fuera, tantos años de perderse la diversión de sus amigos, de intentar ocultar su miedo a las piscinas con excusas absurdas que nadie creía, que siempre terminaban dejando al descubierto tanta cobardía. Como sea y cuanto antes.
Pidió que le den plata y se la dieron. Con eso se matriculó orgulloso y esperó el día inicial con ansiedad. Nuevamente enero. Nuevamente temprano por la mañana. Se alistó, partió y llegó el primero. Al inicio no lo creía o más bien no quería creerlo. Llegó el segundo, el tercero, un séptimo y al final, más de diez niños lo rodeaban y él con su barba incipiente fue zambullido de un empujón y en menos de un segundo rescatado. Su metro sesenta no terminaba de cuadrar matemáticas con el fondo de esa masa de agua de más de dos metros y ya había que avanzar apenas cogiéndose con una mano del borde. Recuerdos de aquella otra vez. Otra vez el temor, la ansiedad, la hora que no pasa, ya no quiero.
Ahora sin cogerse del borde. El sabor del cloro.
Una vez más, dos clases bastaron y entonces eso fue todo. Siguió yendo pero ahora se quedaba en la tribuna mirando como aquellos con los que compartió un par de horas que fueron de terror, iban progresando, ahora en el segundo carril, con un flotador, con uno más pequeño, ahora sin él y él allá arriba, pensando que jamás podría ser como ellos. Mejor mirar los clavados en la piscina vecina. Seamos honestos, adiós a las aguas mansas, desertar del todo, salir cada mañana igual pero ahora recalar en el centro y andar sin rumbo, ignorante del nado, zambullirse en las calles interminables.
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