Esto fue ya al año siguiente y tras haber llegado a la conclusión que el problema del Campo de Marte había sido la profundidad de la piscina que no el agua o el temor. Lo acompañaba Pedro esta vez, compañero de trabajo, varios años mayor, estudiante deprimido de la decana de América.
Ya no fue temprano por la mañana sino al caer la noche. Una hora de viaje tras terminar de trabajar y entonces cambiarse y estar listo saltando descalzo, haciendo planchas minúsculas, corriendo cuidando de no caerse, todo en dos minutos y estar listo, con los músculos mal calentados para zambullirse a placer en el agua nocturna de seis carriles, el último para los mejores, nuestro ex-niño en el primero.
Esta vez era una mujer. Desde el borde nos gritaba instrucciones mientras bromeaba sobre nuestros temores, nuestro frío, nuestra absurda vanidad de huesos y rollos en el abdomen. Competía con Pedro pero a pesar de sus mejores esfuerzos todo era insuficiente. Pronto fue superado con amplitud y nunca logró dejar el carril uno.
Pero aprendió otras cosas en ese camino de dos meses. Se desprendió del piso y avanzó los metros. Su ansiedad no le permitió llegar hasta el otro extremo de la piscina pero siempre lo intentó, especialmente ese segundo mes en que Pedro ya andaba por el segundo carril desplazándose mirando las estrellas mientras él continuaba pataleando sin coordinación, braceando sin ritmo e intentando como fuera, completar esos 25 metros que representaban la diferencia entre ser y no ser, lograr no lograr, completar, vencer o morir. Pero el tiempo no se detiene como lo hacía él cada vez que nuevamente intentaba llegar. Nunca completó la distancia pero podía por fin, sin temor a equivocarse, decir que sabía hacer aquello que le tomó doce años aprender. Podía nadar, al menos mal.
Claro que varios años después, sin haber tocado ninguna piscina nuevamente, todo volvió a foja cero. Se había olvidado y había que empezar de nuevo.
-fin-
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