Érase una vez un niño de seis años cuyos padres lo tenían matriculado en uno de esos colegios de tradición en el que muchos otros querían estudiar y que fomentaba los valores de pegar a los niños cuando se portaran mal. En realidad, para el tiempo de esta historia, nuestro niño ya tenía siete años y acababa de terminar con éxito el primer grado de primaria, acababan de pasar la navidad y la celebración de año nuevo.
El verano se presentaba frente a él y fue idea seguramente de su viejo que para estas cosas era siempre quien tenía las mayores ambiciones, el inscribirlo en unas clases de natación que el rancio lugar de estudios ofrecía a módico precio para sus alumnos en la nueva piscina del local nuevo que se estaba construyendo junto al zoológico de la ciudad. Fue la primera clase en una mañana de neblina como las que se acostumbran en su ciudad al iniciar los veranos. La calma que precede a la tormenta se podría decir aunque no sería conveniente pues escribir sobre el clima usando una metáfora también sobre el clima, podría ser confuso y aun poco afortunado para el ocasional lector de estas palabras mal organizadas.
Las clases iniciaban muy temprano para esas fechas que se suponía uno debía utilizar para su recreación y solaz entre dos períodos escolares, los primeros en su vida, que se presentaban llenos de tensión por la ya consabida violencia a la que se tenía que enfrentar en caso de no tener la capacidad de satisfacer a la mujer en guardapolvo de turno, lease profesora o señorita.
Fue su hermana la encargada de cogerle de la mano y llevarlo hasta ese lejano lugar donde se sumergiría en las aguas temperadas junto a otros semejantes y juntos, dirigidos por una morena directora de orquesta en su ropa de baño azul de una sola pieza, terminarían al cabo de algunas semanas expertos en el arte de juguetear, retozar, refrescarse en albercas de fondo transparente y cloro desinfectante. Fue apenas llegar y sentir que aquel no era lugar para nuestro niño. El frío, la cantidad de agua o de niños, la novedad de un depósito de agua mayor al de la tina casera donde eventualmente se bañaba o alguna otra sensación negativa le indicaron que la hora que debía permanecer en esa clase práctica de natación se haría larguísima y que lo mejor era sacarse de encima todo esto lo antes posible. Pero no pudo hacerlo lo suficientemente pronto.
Eran más de veinte almas inocentes y contemporáneas que se colocaban de pie al inicio de ese artificial lago de proporciones rectangulares en donde el agua apenas alcanzaba su ombligo. Era todo sencillo, caminar unos pasos hacia el centro, volver, echarse agua en la cara, volver a andar. Asi y todo, no le fue fácil resistir, apenas un cuarto de hora más tarde escapó del lugar disfrazado en un permiso para ir al baño. Cubierto por su toalla, anduvo con cuidado de no resbalar por más de treinta metros hacia los vestidores que no había utilizado antes, para dejar de sí su agüita amarilla. No quería volver pero al final lo hizo.
La hora fueron muchas horas, se alargó por el temor, la necesidad de irse, imposible concentrarse con tanto frío, sobrevivir con dureza hasta el final y eso fueron las siguientes mañanas de clases de natación.
El colofón de esta historia primera llegó cuando tocó la posición horizontal en el agua fría, los pies tan lejos del piso en el fondo de la piscina. No lo resistió. Lloró, gritó, se asustó, se aferró y en esos intentos arañó sin intención a un nunca camarada de clases que no hizo más que defenderse cuando lo empujó y lo dejó a su suerte en manos de la del bañador azul.
Fue la última vez que fue. Se exoneró, admitiendo su derrota y pasaron muchos años antes de poder escribirse el segundo capítulo de estos intentos por dominar a las aguas calmas de una piscina cualquiera para niños cualquiera en un colegio cualquiera de esta ciudad que se comporta como una cualquiera.
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