Muchas cosas he adoptado en mi afán de hacer creer a los demás que soy una persona normal.
Una de ellas fue divulgar mi supuesta aversión por la rutina. Ya se sabe, uno es joven, quiere ser romántico y soñador aunque en realidad no lo sea pero se disculpa pues lo más probable es que realmente ni siquiera él lo sepa. En fin, disculpas aparte y explicaciones o excusas que salen sobrando, amo la rutina.
Porque la rutina no es más que el marco de nuestras locuras. Porque no se puede hablar de algo inesperado si vivimos toda una vida de cosas impredecibles. ¿Qué gracia puede tener la locura de alguien que se la pasa haciéndolas? Vivir con parámetros es uno de los placeres más subestimados. Saber que a tal momento sucederá aquello que sin importar cuanto lo quieras o lo detestes, conoces, es un festival de respuestas repasadas una y mil veces, un examen que puedes hacer con los ojos cerrados y al cual tus entrañas con la sabiduría de millones de años de evolución responderán afirmando y agradeciendo en tranquilidad y ocio repetido.
Y claro, todos la odian pero es cuestión nada más de sentarse un minuto a caminar y pensar en todas esas cosas que hacemos repetida y religiosamente cada día a la misma hora y por el mismo canal. Literalmente en algunas ocasiones. Le confiamos a la vilipendiada rutina nuestras actividades más esenciales y aquellas que finalmente nos otorgan más placer. Dormir, comer y mejor paro de contar pues hay temas biológicos que es mejor dejar en intención rebelde.
Si se tiene entonces una rutina miserable hay que apuntar con mayor acierto y ubicar al enemigo en su justo lugar. No hay que odiarla por rutina sino más bien por miserable. La felicidad entonces no es pasajera, es eso que amamos que nos suceda cada día. Ya es hora de dormir.
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