Habían ido en un bus de la 75 que se estacionó en plena avenida Tacna. Fueron bajando uno por uno hasta formar una larga fila en la vereda. Eran veintitrés y tres profesoras. El más pequeñito de todos miraba la calle y vio clarito a Santa Rosa cruzando la avenida entre los carros, por la mitad de la cuadra, con su hábito blanco y negro y apurada.
En el bolsillo llevaba la carta que iba a aventar al pozo de los deseos. Se la había escrito su hermano mayor el día anterior, el pequeño se la había dictado.
La casa de Santa Rosa era enorme y por eso había tanta gente. Las profesoras les pedían que no se separen, que se cojan de las manos, que no se pierdan, que hagan una fila, él se cogía del hombro de su compañero con la mano izquierda. Con la derecha cogía fuerte su carta, dentro del bolsillo de su mandil.
"Aquí rezaba Santa Rosita", contaba un guía y era un pequeño cuarto de adobes. Después hablaba de látigos y días sin comer. Y eso era bueno, así se hizo santa. Su mamá un día la fue a ver y su cara se había vuelto una rosa. Dejó de ser Isabel y pasó a ser Rosa. Santa Rosa había sido novia de dios. Se había puesto una cadena y había arrojado la llave al pozo. Este era el pozo, había muchísima gente y las profesoras les decían que tengan cuidado, que no se asomen demasiado.
Pero nadie les hacía caso. Todos se asomaban y él, que era el más pequeño de todos, no podía hacerlo. Tenía que hacer llegar su carta a Santa Rosa, lo había prometido. Las profesoras miraban, a las gentes no les importaban las otras gentes, solo Santa Rosa. Rezaban con fervor mientras resistían el embate de los demás visitantes que pugnaban por ocupar su lugar al borde del pozo. Los otros veintidós niños también se empujaban, el más pequeño lo intentaba, pero no tardó en darse cuenta que era en vano, jamás llegaría hasta el pozo.
Sacó la carta de su bolsillo. Las profesoras empezaron a forcejear con los demás niños para arrancarlos de ese borde del pozo que los fascinaba tanto. Algunos se resistían, ellas insistían, las gentes grandes y extrañas se apresuraban a ocupar los lugares que iban quedando libres en ese círculo de la fe que era el pozo. El pequeño supo que no le quedaba mucho tiempo.
Sacó la carta de su bolsillo, había dos niños entre él y el pozo. Una profesora cogió a uno de ellos, y él más pequeño de todos, dudaba. Pronto el espacio entre él y el pozo sería ocupado por alguien mucho más grande que él y los demás como él. Todos querían ver el pozo de Santa Rosa, un claxón de la avenida Tacna sonó muy fuerte, hasta donde ellos se encontraban. La mano de una de sus profesoras le tocó el hombro, era el final. En medio de ese segundo de angustia, logró atreverse, no podía fallar, calculó la distancia al pozo, la fuerza de su brazo, el peso de la carta, recordó las conversaciones con su hermano el día anterior, su promesa. Todo eso hizo y ejecutó su lanzamiento. El mundo se hizo silencio mientras el diminuto sobre se dirigía hacia el pozo, sobre la cabeza de sus pequeños compañeros. Las gentes seguían allí a ambos lados, como dos grandes manchas multicolores que no entendían ni significaban nada. El sobre desapareció en el pozo y la mano sobre su hombro lo removió del silencio.
Todo volvió a ser como antes. Las gentes se empujaban por llegar al pozo, las profesoras ahora les gritaban impacientes a los pequeños, el cielo siguió siendo gris, el guía continuó hablando sobre Santa Rosa, fueron saliendo hasta la avenida Tacna. Allí los esperaba la 75 nuevamente. Cuando Santa Rosa vivía, había salido por esta misma puerta y había caminado estas mismas veredas, se había subido a estos mismos buses.
Pronto estaban nuevamente en los asientos de la 75. El pequeño había logrado sentarse junto a la ventana y miraba a la gente que caminaba por las calles. Tuvo frío.
Cuando se metió las manos en los bolsillos para abrigarse, descubrió que en el bolsillo de su mandil, estaba todavía la carta que había llevado para arrojarla al pozo de los deseos.
En el bolsillo llevaba la carta que iba a aventar al pozo de los deseos. Se la había escrito su hermano mayor el día anterior, el pequeño se la había dictado.
La casa de Santa Rosa era enorme y por eso había tanta gente. Las profesoras les pedían que no se separen, que se cojan de las manos, que no se pierdan, que hagan una fila, él se cogía del hombro de su compañero con la mano izquierda. Con la derecha cogía fuerte su carta, dentro del bolsillo de su mandil.
"Aquí rezaba Santa Rosita", contaba un guía y era un pequeño cuarto de adobes. Después hablaba de látigos y días sin comer. Y eso era bueno, así se hizo santa. Su mamá un día la fue a ver y su cara se había vuelto una rosa. Dejó de ser Isabel y pasó a ser Rosa. Santa Rosa había sido novia de dios. Se había puesto una cadena y había arrojado la llave al pozo. Este era el pozo, había muchísima gente y las profesoras les decían que tengan cuidado, que no se asomen demasiado.
Pero nadie les hacía caso. Todos se asomaban y él, que era el más pequeño de todos, no podía hacerlo. Tenía que hacer llegar su carta a Santa Rosa, lo había prometido. Las profesoras miraban, a las gentes no les importaban las otras gentes, solo Santa Rosa. Rezaban con fervor mientras resistían el embate de los demás visitantes que pugnaban por ocupar su lugar al borde del pozo. Los otros veintidós niños también se empujaban, el más pequeño lo intentaba, pero no tardó en darse cuenta que era en vano, jamás llegaría hasta el pozo.
Sacó la carta de su bolsillo. Las profesoras empezaron a forcejear con los demás niños para arrancarlos de ese borde del pozo que los fascinaba tanto. Algunos se resistían, ellas insistían, las gentes grandes y extrañas se apresuraban a ocupar los lugares que iban quedando libres en ese círculo de la fe que era el pozo. El pequeño supo que no le quedaba mucho tiempo.
Sacó la carta de su bolsillo, había dos niños entre él y el pozo. Una profesora cogió a uno de ellos, y él más pequeño de todos, dudaba. Pronto el espacio entre él y el pozo sería ocupado por alguien mucho más grande que él y los demás como él. Todos querían ver el pozo de Santa Rosa, un claxón de la avenida Tacna sonó muy fuerte, hasta donde ellos se encontraban. La mano de una de sus profesoras le tocó el hombro, era el final. En medio de ese segundo de angustia, logró atreverse, no podía fallar, calculó la distancia al pozo, la fuerza de su brazo, el peso de la carta, recordó las conversaciones con su hermano el día anterior, su promesa. Todo eso hizo y ejecutó su lanzamiento. El mundo se hizo silencio mientras el diminuto sobre se dirigía hacia el pozo, sobre la cabeza de sus pequeños compañeros. Las gentes seguían allí a ambos lados, como dos grandes manchas multicolores que no entendían ni significaban nada. El sobre desapareció en el pozo y la mano sobre su hombro lo removió del silencio.
Todo volvió a ser como antes. Las gentes se empujaban por llegar al pozo, las profesoras ahora les gritaban impacientes a los pequeños, el cielo siguió siendo gris, el guía continuó hablando sobre Santa Rosa, fueron saliendo hasta la avenida Tacna. Allí los esperaba la 75 nuevamente. Cuando Santa Rosa vivía, había salido por esta misma puerta y había caminado estas mismas veredas, se había subido a estos mismos buses.
Pronto estaban nuevamente en los asientos de la 75. El pequeño había logrado sentarse junto a la ventana y miraba a la gente que caminaba por las calles. Tuvo frío.
Cuando se metió las manos en los bolsillos para abrigarse, descubrió que en el bolsillo de su mandil, estaba todavía la carta que había llevado para arrojarla al pozo de los deseos.
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