Decían que Ramón era borracho pero a quién le importa lo que él haga. Se aparecía por la esquina con sus periódicos bajo el brazo derecho, el cabello de su calvicie despeinado y la barba crecida apenas. Arrastraba los pies lo más rápido que podía y venía gritando los nombres de los periódicos del día. Que siempre eran los mismos.
El Hoy, El Nacional, El Comercio, el Ojo, el Expreso, el Extra.
Nunca nadie le compraba pero él seguía en lo suyo. Y así como no se sabía desde dónde venía cargando sus diarios, tampoco se sabía cómo es que al final del día volvía a pasar con las manos vacías y sin estar inclinado por el peso de su carga. ¿Los vendería? La lógica nos daba como resultado que alguien que venía haciendo lo mismo por tantos años, tenía que haber logrado algún tipo de éxito. Ramón vendía los periódicos.
En las mañanas de los domingos se desviaba de su ruta y se internaba en la quinta de piso a cuadros rojos y cremas. Sus zapatos acariciando largamente cada paso se hacían oír con claridad a las 8 am que para todos los durmientes era madrugada. ¡Comercio! gritaba y cercano, se oía el papel deslizándose bajo la puerta. Mágicamente, el periódico del domingo se sometía a la curiosidad general de esa casa cuya única certeza era la llegada de las noticias dominicales de la mano de Ramón.
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