11/1/20

Un gol en ese estadio que se asomaba al acantilado

Es una cancha enorme de fútbol al borde del acantilado. Solo existe la tribuna oriente y detrás de cada arco solo hay un muro alto y verde. Donde debería estar occidente solo hay una malla igual de alta que los muros cuya única finalidad es que no caigan las pelotas al acantilado.
El pasto de la cancha es desigual pero cubre al menos las tres cuartas partes y solo escasea en las áreas, entre el arco y el punto penal. Los arcos son de madera y los parantes no son tubulares.
Son decenas de niños que usan un chaleco rojo de la municipalidad más un ex-futbolista que los llena de indicaciones, ellos obedecen, cada uno dueño de una pelota de plástico por las dos horas que duran las lecciones.
El estadio ha desaparecido junto con el malecón. Ahora en la mitad que existe todavía solo hay un parque de formas indefinidas que logra extenderse hasta el puericultorio. La gruta sigue allí, hecha de piedras y quizás sea la misma virgen frente a la que había que persignarse.
En ese estadio hubo una vez un niño de apellido Arapa, serrano él, que logró reflejar en el marcador, la enorme ventaja que su equipo mostraba sobre el rival de turno. Su solitario gol lo convirtió en el héroe de la jornada. Fue un tiro fuerte y alto desde el sector izquierdo del campo, el vértice de oriente con sur, que fue haciendo una curva extraña y se fue colando sin prisa en el arco enemigo. Con el pasar de algunos años, la fisonomía de este extraordinario futbolista sirvió de inspiración al personaje de un cuento ganador. Quizás Arapa todavía recuerde ese gol.

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