Las noches en que uno está menos atento son aquellas en las que se descubren las mejores cosas. Por ejemplo la luz de la luna que los faroles de las calles ocultan día tras día. Justamente uno de esos días Javiro subió a la azotea a tender la ropa que su esposa había lavado durante la tarde. Llevó consigo dos cigarrillos para fumarlos pues en casa no podía hacerlo. Sus hijos terminarían inhalando todo ese humo prohibido en este siglo.
Cumplió su deber pronto para dar paso a la contemplación.
Como siempre se apoyó primero en el muro que daba hacia la parte trasera del edificio en el que llevaba viviendo 10 años. Desde allí tenía una vista privilegiada del cerro que el temor le impedía alguna vez visitar. Pero así de lejos, era una vista hermosa. Ya a esa corta altura de apenas cuatro pisos se podía disfrutar sin prisas del silencio. Abajo todo eran hormigas erectas y vestidas que se dirigían siempre hacia el mismo lugar en medio de las luces de una ciudad inimaginable. Ese va hacia allá, aquella hacia el otro lado, las hormigas se cogen de las manos y pasean despreocupadas en el parque que está a solo cincuenta metros de la puerta de su casa. No hay pierde con la vista aérea, siempre toma las mejores fotos.
Volvamos al cerro.
Es un amplísimo árbol de navidad marronesco pero azul en esta noche. Las luces amarillas se multiplican y algunas hasta se atreven a apagarse. Circulan por sus calles decenas de mototaxis que parecen deslizarse por ese paisaje en dos dimensiones que la nicotina estimula verlo de una manera insospechada para las demás hormigas. Es un cerro de cocoa adornado por las manos de su madre pero ahora toca ya un segundo cigarrillo y a ese le corresponde consumirse mirando la calle mientras se le da la espalda al paisaje descrito recién.
Es la calle ahora y pasa un perro. Las gentes se dirigen a todos lados. Desde arriba, Javiro es paciente al observarlos y no tardar demasiado en darle alguna pitada a su cigarrillo.
Es cuando un arrebato leve lo hace dirigir su mirada al otro extremo de la azotea y allí la descubre. La luz es cierta y cae sobre la ropa recién tendida. Tenemos tanta luz que nos olvidamos. Esta viene del cielo y platea todo lo que encuentra a su paso generando una palidez iluminada que Javiro no puede evitar quedarse mirando.
Los pensamientos se agolpan y Javiro recuerda la noche en que lavó sus zapatillas un par de tallas mas grandes (pues no encontró de su talla) y trepado como ahora en la azotea de un primer piso apenas, se dedicó a esperar lo que ocurriría en alguna de las ventanas que entonces le quedaban allí al frente, en los pisos dos, tres, cuatro vecinos. Y pudo ver entonces, como ahora, la cotidianeidad plana de un anochecer de luna llena. Las gentes, las hormigas, siempre iguales, haciendo de sus ventanas, celdas, donde costumbres milenarias han sido atrapadas y en las que se repite el destino limitado de unos espíritus mortales atados a su destino pobre que no es otro que alargar la vigencia de su carne.
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