Un día Filipo descubrió donde quedaba La Moderna. Allí estaba el chancho esbozado en verde dentro de un círculo dibujado y en letras naranjas tipo Bauhaus 93, todo sobre una pared blanca en plena avenida Venezuela. La puerta abierta y un mostrador repleto de embutidos de todo tipo. De aquí era de donde habían venido entonces esas bolsas mágicas y de fragancias sabrosas que habían inundado toda la casa durante varios días.
La prohibición hacía todo más apetitoso. El papá de Filipo se aparecía un día sin avisar con bolsas blancas plásticas en ambas manos. El chancho dibujado en ellas y escrito en verde y naranja la procedencia de los manjares en ellas también contenidos. Filipo y Alejandrino se abalanzaban sobre tales bolsas llenas de esas carnes de diferentes formas. Chorizos, salchichas, jamones, su aroma inundaba todo.
Las bolsas, claro, terminaban en el refrigerador. La indicación materna era desde siempre que aquello debía durar lo más posible, no lo podíamos devorar en un día. Cuando mamá no estaba, más Filipo que Alejandrino, la magia de los sabores se trasladaba a las desapariciones de tanta vianda. Tajada a tajada iban reduciéndose cada vez más, poco a poco, la fruta, los mangos sobre todo, iban reclamando su posición y todo iba volviendo a la normalidad de una vida en que los Embutidos La Moderna eran un artículo eventual que provenía de algún rapto de felicidad que debía combinarse con dinero en el bolsillo de ese señor que era su papá.
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