28/1/20

Jaguar yú

Se encontró con el pequeño libro amarillo, castigado un viernes por la tarde, mientras ordenaba la biblioteca del colegio.

En realidad no había nada que ordenar, para eso pagaban una pensión. Se sentó en unos asientos acolchados, o más bien, se recostó. Y empezó a leer. 

- Cuatro - dijo el Jaguar.

Recordó entonces esa noche que se quedó con la familia a esperar que dieran la segunda mitad de la película, dividida arbitrariamente por un canal nacional. Los demás ya habían visto la primera mitad el día anterior y la escena de la fotografía calato ya los había hecho reír aunque la hubieran oído mil veces en los comerciales que anunciaban esta emisión.

Al ver que ya empezaba el programa, papá, mamá, hermanos y hermanas repasaban lo que habían visto 24 horas antes. Hablaban de un esclavo y de un jaguar. Mamá decía que el jaguar era un maldito y él, allí con la cabeza en su regazo, intentaba configurar a ese animal y su relación con aquel otro que su hermano decía que era un pavo. Entendió que el día anterior habían matado al esclavo  (que era un pavo) y que había sido el jaguar. Luego supo que, en realidad, no se sabía quién había sido.

Luego, tras algunos minutos de no entender nada de lo que sucedía en esa pantalla borrosa, se fue quedando lentamente dormido y cuando despertó, muchos años más tarde, el jaguar todavía estaba allí.

26/1/20

CHEVROLET

El hombre maneja un Chevrolet naranja impecable. Es un auto antiguo, de los años 50 aproximadamente. Junto a él va su esposa. Al menos eso es lo que me dicta la lógica. Un hombre de esa edad, unos 70 años, una mujer de la misma generación, tienen que ser esposos.

Claro, podría ser diferente. Ese auto puede lograr cosas. Puede, por ejemplo, lograr que a uno lo miren todos cuando lo estaciona en el parqueo del supermercado. Que entre aquellos que miran, se encuentre una mujer que alguna vez se subió a un auto como ese. Que ver ese auto la lleve a buscar al hombre que lo maneja. Que considere que ese hombre es guapísimo. Que lo busque por el supermercado y lo encuentre junto a las verduras. Que se le acerque como quien no quiere la cosa. Que se atreva a decirle que hoy le toca comer verduras. Que él le sonría y que le diga que a él también y la conversación continúe por un largo rato hasta que lleguen caminando a la caja. Allí él le podría ofrecer llevarla en su auto y ella aceptar. En el camino, ella subida en el auto hermoso, la conversación podría tornarse traviesa pero velada en un inicio para luego devenir en explícita. Él la podría invitar a su casa a tomar un vino y comer verduras. Le ofrecería prepararle algo con pepino que le va a encantar. Ella aceptaría con la condición que le permita pelarlo. Entonces él enrumbaría a su casa con mayor decisión. En el tramo final, el silencio permitiría oír la radio. Escucharían una emisora de rock clásico.

Mientras ellos oyen una de los Beach Boys, un hombre menos viejo, en un auto mucho más aburrido, los verá pasar pensando que un día le gustaría manejar un auto como ese, aunque no sepa en realidad para qué lo quiere.

25/1/20

Rímac

El Rímac era entonces un lugar lejano al que papá lo llevaba en micro para que se entrene en el Cristal. La 16 se perdía por Jesús María y luego de cruzar el centro por la plena avenida Tacna, se detenía, siempre, frente a esa estatua rara por colorida, que homenajeaba al trabajador. Y esos trabajadores parecen niños jugando, en la ciudad que se parece a todas las demás ciudades.

Luego había un gran conjunto de casas. Departamentos más bien, construcciones pintadas de verde. Ordenadas e infinitas, colmenas inescrutables desde la ventana de la 16 y allí nomás ya había que bajarse.

La 16 no entraba a Amancaes, desde Álcazar caminaban ansiosos hasta el complejo del club que esa década conocería la gloria de un tricampeonato y un subcampeonato continental. Pero entonces no era más que ese equipo celeste al que siempre había que ganarle si se quería salir campeón. Y se le ganaba.

Entonces el cóndor Mellán hacía lo que podía con más de 30 chiquillos que no hacían más que perseguir la pelota de un lado a otro mientras él los miraba y conversaba. Él observaba sin sumarse al tumulto, pendiente del momento que le tocara lanzarse sobre el balón atrapado en esos veintitantos niños que lo peleaban incansablemente. Él prefería decirse defensa y esperar muy cerca a su arco, su papá desesperado a un lado de la cancha diciéndole que participara del juego.

Luego del entreno, caminar de vuelta hasta Alcázar. Una cuadra antes de alcanzar la avenida, papá compraba un pan con chicharrón. en un lugar que está hasta hoy pero al que él no ha vuelto a entrar. Por la vereda se iba comiendo y papá le contaba que si caminaban en dirección contraria, llegarían al cerro y que esa era la pampa de Amancaes con sus flores de Amancaes y una fiesta costumbrista que ya había desaparecido. Igual que las flores ya.

El tiempo ha pasado para ordenar y nombrar todo eso que sucedía los sábados en ese invierno que hoy da nostalgia. Han tenido que pasar muchos años, poca vida, para entender lo que estaba pasando cuando él era apenas un niño siguiendo a su papá. Hoy Amancaes, el Cristal, el pan con chicharrón, esa unidad vecinal del Rímac, el monumento a los mártires de Chicago, la 16, papá, su sueño de que él cumpla su sueño, todo eso se beneficia de lo vivido para darle forma y entenderlo en un rompecabezas cuyas piezas entonces, eran imposibles de ensamblar.

23/1/20

Ramón!

Decían que Ramón era borracho pero a quién le importa lo que él haga. Se aparecía por la esquina con sus periódicos bajo el brazo derecho, el cabello de su calvicie despeinado y la barba crecida apenas. Arrastraba los pies lo más rápido que podía y venía gritando los nombres de los periódicos del día. Que siempre eran los mismos.
El Hoy, El Nacional, El Comercio, el Ojo, el Expreso, el Extra.
Nunca nadie le compraba pero él seguía en lo suyo. Y así como no se sabía desde dónde venía cargando sus diarios, tampoco se sabía cómo es que al final del día volvía a pasar con las manos vacías y sin estar inclinado por el peso de su carga. ¿Los vendería? La lógica nos daba como resultado que alguien que venía haciendo lo mismo por tantos años, tenía que haber logrado algún tipo de éxito. Ramón vendía los periódicos.
En las mañanas de los domingos se desviaba de su ruta y se internaba en la quinta de piso a cuadros rojos y cremas. Sus zapatos acariciando largamente cada paso se hacían oír con claridad a las 8 am que para todos los durmientes era madrugada. ¡Comercio! gritaba y cercano, se oía el papel deslizándose bajo la puerta. Mágicamente, el periódico del domingo se sometía a la curiosidad general de esa casa cuya única certeza era la llegada de las noticias dominicales de la mano de Ramón.

20/1/20

1-0

Esa vez tiene que haber sido la primera vez. Uno de los cremas se internó por el lado izquierdo, hasta el área chica y cuando salió el arquero, la tocó hacia el centro. Ese tal Seminario solo la añadió. Y luego celebraron allí mismo en el área chica, una pequeña montaña humana donde el que estaba más abajo de todos golpeaba el grass con su puño. Los cremas ganaron uno a cero.
El gol tiene que haber sido antes de los 30 del segundo tiempo porque su papá se lo perdió. Solo pudo escuchar el grito de las tribunas desde afuera. Él estaba con su hermano en oriente. El viejo entró para la segundilla y se encontraron allí en la tribuna ya con el marcador a favor. Los cremas habían jugado el último partido del triplete y le habían ganado a ese equipo de blanco y azul al que él recién estaba aprendiendo a ganarle.
Cuando salían, su hermano le enseñó que si se perdía entre la multitud, debía buscar un policía para que lo cuide hasta que él pudiera encontrarlo. Había mucha gente a la salida del estadio.
Quizás esa fue la vez que la gente se fue caminando y él de la mano de su papá se fue con ellos. Y todos eran de la U, caminando contentos, dueños de la calle, ocupando los carriles centrales de Alfonso Ugarte. "Se van al Lolo", le dijo antes de que se separaran de esa improvisada marcha de felices gentes que acababan de ganar un partido de fútbol.
Al día siguiente de ese pequeño triunfo, extrañado, sentiría que el pan que siempre comía, el francés del "Pelosi", tenía un sabor más agradable que los demás días y no tardó mucho en descubrir el por qué.

19/1/20

Santa Rosa de Lima

Habían ido en un bus de la 75 que se estacionó en plena avenida Tacna. Fueron bajando uno por uno hasta formar una larga fila en la vereda. Eran veintitrés y tres profesoras. El más pequeñito de todos miraba la calle y vio clarito a Santa Rosa cruzando la avenida entre los carros, por la mitad de la cuadra, con su hábito blanco y negro y apurada.
En el bolsillo llevaba la carta que iba a aventar al pozo de los deseos. Se la había escrito su hermano mayor el día anterior, el pequeño se la había dictado.
La casa de Santa Rosa era enorme y por eso había tanta gente. Las profesoras les pedían que no se separen, que se cojan de las manos, que no se pierdan, que hagan una fila, él se cogía del hombro de su compañero con la mano izquierda. Con la derecha cogía fuerte su carta, dentro del bolsillo de su mandil.
"Aquí rezaba Santa Rosita", contaba un guía y era un pequeño cuarto de adobes. Después hablaba de látigos y días sin comer. Y eso era bueno, así se hizo santa. Su mamá un día la fue a ver y su cara se había vuelto una rosa. Dejó de ser Isabel y pasó a ser Rosa. Santa Rosa había sido novia de dios. Se había puesto una cadena y había arrojado la llave al pozo. Este era el pozo, había muchísima gente y las profesoras les decían que tengan cuidado, que no se asomen demasiado.
Pero nadie les hacía caso. Todos se asomaban y él, que era el más pequeño de todos, no podía hacerlo. Tenía que hacer llegar su carta a Santa Rosa, lo había prometido. Las profesoras miraban, a las gentes no les importaban las otras gentes, solo Santa Rosa. Rezaban con fervor mientras resistían el embate de los demás visitantes que pugnaban por ocupar su lugar al borde del pozo. Los otros veintidós niños también se empujaban, el más pequeño lo intentaba, pero no tardó en darse cuenta que era en vano, jamás llegaría hasta el pozo.
Sacó la carta de su bolsillo. Las profesoras empezaron a forcejear con los demás niños para arrancarlos de ese borde del pozo que los fascinaba tanto. Algunos se resistían, ellas insistían, las gentes grandes y extrañas se apresuraban a ocupar los lugares que iban quedando libres en ese círculo de la fe que era el pozo. El pequeño supo que no le quedaba mucho tiempo.
Sacó la carta de su bolsillo, había dos niños entre él y el pozo. Una profesora cogió a uno de ellos, y él más pequeño de todos, dudaba. Pronto el espacio entre él y el pozo sería ocupado por alguien mucho más grande que él y los demás como él. Todos querían ver el pozo de Santa Rosa, un claxón de la avenida Tacna sonó muy fuerte, hasta donde ellos se encontraban. La mano de una de sus profesoras le tocó el hombro, era el final. En medio de ese segundo de angustia, logró atreverse, no podía fallar, calculó la distancia al pozo, la fuerza de su brazo, el peso de la carta, recordó las conversaciones con su hermano el día anterior, su promesa. Todo eso hizo y ejecutó su lanzamiento. El mundo se hizo silencio mientras el diminuto sobre se dirigía hacia el pozo, sobre la cabeza de sus pequeños compañeros. Las gentes seguían allí a ambos lados, como dos grandes manchas multicolores que no entendían ni significaban nada. El sobre desapareció en el pozo y la mano sobre su hombro lo removió del silencio. 
Todo volvió a ser como antes. Las gentes se empujaban por llegar al pozo, las profesoras ahora les gritaban impacientes a los pequeños, el cielo siguió siendo gris, el guía continuó hablando sobre Santa Rosa, fueron saliendo hasta la avenida Tacna. Allí los esperaba la 75 nuevamente. Cuando Santa Rosa vivía, había salido por esta misma puerta y había caminado estas mismas veredas, se había subido a estos mismos buses.
Pronto estaban nuevamente en los asientos de la 75. El pequeño había logrado sentarse junto a la ventana y miraba a la gente que caminaba por las calles. Tuvo frío.
Cuando se metió las manos en los bolsillos para abrigarse, descubrió que en el bolsillo de su mandil, estaba todavía la carta que había llevado para arrojarla al pozo de los deseos.

16/1/20

Embutidos La Moderna

Un día Filipo descubrió donde quedaba La Moderna. Allí estaba el chancho esbozado en verde dentro de un círculo dibujado y en letras naranjas tipo Bauhaus 93, todo sobre una pared blanca en plena avenida Venezuela. La puerta abierta y un mostrador repleto de embutidos de todo tipo. De aquí era de donde habían venido entonces esas bolsas mágicas y de fragancias sabrosas que habían inundado toda la casa durante varios días.
La prohibición hacía todo más apetitoso. El papá de Filipo se aparecía un día sin avisar con bolsas blancas plásticas en ambas manos. El chancho dibujado en ellas y escrito en verde y naranja la procedencia de los manjares en ellas también contenidos. Filipo y Alejandrino se abalanzaban sobre tales bolsas llenas de esas carnes de diferentes formas. Chorizos, salchichas, jamones, su aroma inundaba todo.
Las bolsas, claro, terminaban en el refrigerador. La indicación materna era desde siempre que aquello debía durar lo más posible, no lo podíamos devorar en un día. Cuando mamá no estaba, más Filipo que Alejandrino, la magia de los sabores se trasladaba a las desapariciones de tanta vianda. Tajada a tajada iban reduciéndose cada vez más, poco a poco, la fruta, los mangos sobre todo, iban reclamando su posición y todo iba volviendo a la normalidad de una vida en que los Embutidos La Moderna eran un artículo eventual que provenía de algún rapto de felicidad que debía combinarse con dinero en el bolsillo de ese señor que era su papá.

15/1/20

MR MOONLIGHT

Las noches en que uno está menos atento son aquellas en las que se descubren las mejores cosas. Por ejemplo la luz de la luna que los faroles de las calles ocultan día tras día. Justamente uno de esos días Javiro subió a la azotea a tender la ropa que su esposa había lavado durante la tarde. Llevó consigo dos cigarrillos para fumarlos pues en casa no podía hacerlo. Sus hijos terminarían inhalando todo ese humo prohibido en este siglo.

Cumplió su deber pronto para dar paso a la contemplación.

Como siempre se apoyó primero en el muro que daba hacia la parte trasera del edificio en el que llevaba viviendo 10 años. Desde allí tenía una vista privilegiada del cerro que el temor le impedía alguna vez visitar. Pero así de lejos, era una vista hermosa. Ya a esa corta altura de apenas cuatro pisos se podía disfrutar sin prisas del silencio. Abajo todo eran hormigas erectas y vestidas que se dirigían siempre hacia el mismo lugar en medio de las luces de una ciudad inimaginable. Ese va hacia allá, aquella hacia el otro lado, las hormigas se cogen de las manos y pasean despreocupadas en el parque que está a solo cincuenta metros de la puerta de su casa. No hay pierde con la vista aérea, siempre toma las mejores fotos.

Volvamos al cerro.

Es un amplísimo árbol de navidad marronesco pero azul en esta noche. Las luces amarillas se multiplican y algunas hasta se atreven a apagarse. Circulan por sus calles decenas de mototaxis que parecen deslizarse por ese paisaje en dos dimensiones que la nicotina estimula verlo de una manera insospechada para las demás hormigas. Es un cerro de cocoa adornado por las manos de su madre pero ahora toca ya un segundo cigarrillo y a ese le corresponde consumirse mirando la calle mientras se le da la espalda al paisaje descrito recién.

Es la calle ahora y pasa un perro. Las gentes se dirigen a todos lados. Desde arriba, Javiro es paciente al observarlos y no tardar demasiado en darle alguna pitada a su cigarrillo.

Es cuando un arrebato leve lo hace dirigir su mirada al otro extremo de la azotea y allí la descubre. La luz es cierta y cae sobre la ropa recién tendida. Tenemos tanta luz que nos olvidamos. Esta viene del cielo y platea todo lo que encuentra a su paso generando una palidez iluminada que Javiro no puede evitar quedarse mirando.

Los pensamientos se agolpan y Javiro recuerda la noche en que lavó sus zapatillas un par de tallas mas grandes (pues no encontró de su talla) y trepado como ahora en la azotea de un primer piso apenas, se dedicó a esperar lo que ocurriría en alguna de las ventanas que entonces le quedaban allí al frente, en los pisos dos, tres, cuatro vecinos. Y pudo ver entonces, como ahora, la cotidianeidad plana de un anochecer de luna llena. Las gentes, las hormigas, siempre iguales, haciendo de sus ventanas, celdas, donde costumbres milenarias han sido atrapadas y en las que se repite el destino limitado de unos espíritus mortales atados a su destino pobre que no es otro que alargar la vigencia de su carne.

14/1/20

El Mono del Cabezón Pepe

Habían tumbos. Colgaban de una rejilla de madera blanca que cubría todo ese enorme patio trasero que todavía conservaba su fisonomía de huerta, como en toda casona antigua que se respete. La casa y los tumbos eran verdes, así también el ancho muro que los separaba de la calle. En ese patio trasero se reunían para jugar ping pong y siempre ganaban los más grandes.
Está de más decir que la mesa de ping pong también era verde. Más tarde, también el fulbito de mano lo fue. Cuando se rompía la pelota de ping pong nadie sabía que hacer pues no había dinero para reponerla. 
Un día llegó un mono que comía plátano y estaba encadenado. Se llamaba Tolo. El cabezón Pepe, que era su dueño, se divertía enseñándole mañoserías y el mono siempre se reía. Cuando llegaba alguno, Pepe hacía que el mono se luciera ordenándole que se coja el pene o que mostrara su trasero de forma graciosa. Nadie pensaba que al mono no le gustaba estar encadenado. Así era todo entonces, la crueldad era inocente y general.
La vez que se cayó la pelota del fulbito de mano a los dominios del mono, se llegó a la conclusión que quien debía ir a recuperarla era el más pequeño, Julián. El mono no se había dado cuenta y estaba sentado comiendo un choclo que le había sobrado del almuerzo. Julián se acercó y cuando estaba a solo un paso, el mono Tolo lo notó y saltó hacia él gritando. Julián se asustó y escapó como pudo, también gritando. Todos los demás se reían de él. Ahora era peor porque el mono había cogido la pelota. Julián todavía debía recuperarla. El cabezón Pepe le dijo que al mono le gustaba el tumbo. "Por qué no sacas uno y se lo das? Así suelta la pelota para poder comer". Julián jaló una silla y se paró en ella para poder alcanzar el la rejilla que era el techo donde estaban los tumbos. No llegaba.
Intentó saltar y lo mismo. Mauri le dijo que salte más, que estaba cerca y Julián le hizo caso. Llegó a tocar la rejilla pero al caer, la silla cayó con él y se golpeó fuertemente el brazo. Mientras tanto, el mono emitía un sonido similar a la risa. O sea, se reía.
Entonces Julián se levantó y decidido se dirigió al mono. Apenas lo tuvo a distancia, cogió una piedra y se la lanzó. El gordo Pepe se quejaba, pero Julián seguía. Una segunda, tercera, varias piedras y el mono las esquivaba. Entonces, su inteligencia le jugó una mala pasada. Calculó que el mono era lo suficientemente ágil para esquivar una piedra pero ¿qué podría hacer el mono si le aventaba varias al mismo tiempo? Eso hizo, con tan mala puntería que no solo no le dio al mono sino que rompió una luna de la casa de Pepe.  La mamá de Pepe salió al patio alarmada. Empezó el caos pero no duró mucho. Mientras todos se distraían en la luna rota, Pepe cogió un segundo grupo de piedras, más esta vez y las arrojó al mono distraído que solo sintió una golpe tremendo en la cabeza y luego cayó soltando la pelota. Julián, sonriente, se apuró hacia él. Cogió la pelota de plástico macizo, sucia de barro y la levantó, mostrándosela a los demás. Nadie reía y Pepe corría hacia el mono ya llorando. Después se fue hacia Julián y le dio un puñete. Su mama le gritaba desde afuera del jardín. Julián cayó pero no soltó la pelota. Sin entender, retrocedió en el suelo, se incorporó salió caminando. Fue hasta el fulbito y soltó la pelota dentro.
Mientras caminaba hacia la puerta principal de la casa, pensaba que ojalá estuviera sin llave porque si no, tendría que volver al patio trasero a pedir que le abrieran.

12/1/20

El chifón y la chicha

El señor del puesto no tenía dedo pulgar. Pero era generoso y sonriente y con los nueve que le sobraban, preparaba los jugos más cotizados del mercado de Magdalena. Había que entrar por la puerta principal y avanzar sin voltear ni a derecha ni a izquierda, solo de frente hasta un puesto enorme de juguetes intrascendentes. Junto a lo que parecía ser un frigorífico. Allí frente a ellos, se encontraba su puesto de jugos.
Debía tener muchos años allí pues donde se le nombrara, se le conocía. Vendía queques bañados en coco rallado o de chocolate. Vendía chicha también. Pero dentro de todo lo que ofrecía, no había nada como el chifón que regalaba a diario a quienes más quería. Por ejemplo al chino Pepe que siempre venía después del colegio. "No andes de pedigüeño", le decía su mamá, pero él igual iba a escondidas a recibir el chifón y su vaso de chicha.
La última vez que se apareció por allí fue el día en que por la tarde fue a comprar pan para tomar lonche y en el camino de regreso, como a una cuadra de distancia, empezó a sentir náuseas pronunciadas. No pudo resistir y 50 metros más adelante empezó a correr hacia casa. En su cabeza se le ocurría que sería la primera vez que lograría cierto control sobre el vómito y lograría hacerlo en un retrete. Se sentiría orgulloso de lograrlo, una muestra de que cada vez era menos niño. No sabía si llegaría, corría lo más que podía. En el camino se encontró con su primo, lo ignoró, después le explicaría, claro que entendería. La puerta estaba abierta, eso era bueno, parecía que sí lo conseguiría.
Cuando quiso abrir la puerta del baño, sin embargo, no pudo hacerlo. Cerrada por dentro por su hermana, pensó rápido y no le quedó más remedio que la cocina, todo se complicaba pero la esperanza no moría. Cuando debía estar vomitando, estaba corriendo. Y cuando ya todo debía haber estado terminado, él llegaba a la cocina y tras arrojarse sobre el lavadero, llegó justo a expulsar de sí un líquido amargo y tan rojizo como abundante sobre un par de tazas que habían quedado allí aun pendientes de lavarse.
No tardaron mucho en aparecer los demás, hasta el primo, a preguntar qué pasaba. Una debilidad recorría al chino Pepe. Tenía todavía en la boca y alrededores rezagos de lo que su cuerpo había indeseado. Una sonrisa también se asomaba y la sensación del deber cumplido.
Hechas las investigaciones, un par de días después, el chino Pepe fue informado que todo se debía a que el vaso en el que había ingerido la chicha, había sido previamente utilizado por una persona ebria. Fue la explicación que dejó más satisfechos a todos y así terminaron las tardes de chifón y chicha en el mercado de Magdalena. 

11/1/20

Un gol en ese estadio que se asomaba al acantilado

Es una cancha enorme de fútbol al borde del acantilado. Solo existe la tribuna oriente y detrás de cada arco solo hay un muro alto y verde. Donde debería estar occidente solo hay una malla igual de alta que los muros cuya única finalidad es que no caigan las pelotas al acantilado.
El pasto de la cancha es desigual pero cubre al menos las tres cuartas partes y solo escasea en las áreas, entre el arco y el punto penal. Los arcos son de madera y los parantes no son tubulares.
Son decenas de niños que usan un chaleco rojo de la municipalidad más un ex-futbolista que los llena de indicaciones, ellos obedecen, cada uno dueño de una pelota de plástico por las dos horas que duran las lecciones.
El estadio ha desaparecido junto con el malecón. Ahora en la mitad que existe todavía solo hay un parque de formas indefinidas que logra extenderse hasta el puericultorio. La gruta sigue allí, hecha de piedras y quizás sea la misma virgen frente a la que había que persignarse.
En ese estadio hubo una vez un niño de apellido Arapa, serrano él, que logró reflejar en el marcador, la enorme ventaja que su equipo mostraba sobre el rival de turno. Su solitario gol lo convirtió en el héroe de la jornada. Fue un tiro fuerte y alto desde el sector izquierdo del campo, el vértice de oriente con sur, que fue haciendo una curva extraña y se fue colando sin prisa en el arco enemigo. Con el pasar de algunos años, la fisonomía de este extraordinario futbolista sirvió de inspiración al personaje de un cuento ganador. Quizás Arapa todavía recuerde ese gol.

10/1/20

El verano, las noches y las tardes de tv.

Justo conversábamos la otra vez sobre los ovnis en Chilca y nos acordábamos que en las noches de verano quedábamos algunos sentados al borde de las veredas. Y si corría viento nos cubríamos las rodillas con el polo.
En las vacaciones, conversábamos por ejemplo, de las fiestas a las que habíamos ido en épocas de colegio. Y yo no había ido a ninguna, a veces porque no me gustaban pero sobre todo porque me daba vergüenza bailar. No lo hacía mal pero se me antojaba una de esas actividades sociales que los adultos nos imponen a los niños para que seamos ya desde entonces como ellos. Así también me sucedió con el saludo de mano. Me parecía ridículo que lo hicieran y que todos lo tomaran con tanta seriedad. Quizás me hubiera gustado mejor saludarme como lo hacían Kiko y Toto en aquellas épocas en que se fue para Venezuela con don Ramón que de moroso en la vecindad, pasó a dueño de una tienda de abarrotes.
Las tardes después del colegio eran de televisión.
Estaba por ejemplo el Bugs Bunny y las Merry Melodies a las 5 de la tarde porque al gobierno se le ocurrió que a las 4 pm, todos los canales de tv nos dieran una hora de clases simultánea en algo que se llamó "La Hora Cultural" o alguno de esos nombres estúpidos y pomposos con lo que se bautizaba todo en los 80s.
También estaban Nopo y Gonta como a las 3 que se ponían a hacer manualidades infinitas y tan sencillas que no se llegaban a concretar en los hogares ni en las manos de nadie. Es que se veía tan fácil hacerlo y uno mejor lo consideraba ya hecho y se evitaba la fatiga, como nos lo enseñó el tangamandapiano más famoso de ese pueblo.
La televisión acompaña en esas tardes grises en que una mamá acostada en su propio cuarto dicta las órdenes de lo que ha de suceder pero no ejecuta ni un ápice, solo usa su voz de varita mágica para que todos sigamos sus reclamos, sus deseos y sobre todo, para que sepamos con claridad, en qué debemos desobedecerla.

9/1/20

Calle 0 a 0

En la cuadra 3 ya no se puede jugar a la pelota. Hay muchos carros estacionados y no pasa un minuto sin que alguno circule por su asfalto trajinado. Además daría pena jugar sobre los jardines tan bien cuidados de hoy, las señoras tendrían muy buenas razones para expulsarnos.

Así que los mil partidos que hemos jugado allí se han terminado. Hoy somos nosotros los que cruzamos esa cuadra 3 montados en autos brillantes sin detener partidos ausentes que nadie está jugando. 

Y la calle se ha quedado desierta, sin goles entre piedras ni por debajo de la rodilla.