Hay días en los que las cosas salen todas mal y es fácil atribuir aquello a alguna fuerza sobrenatural encargada de repartir las penas y las alegrías a su libre albedrío. Pero así como hay días malos, también los hay buenos. Eso, claro, es una verdad de perogrullo.
Con Javier solíamos llamarlo 'racha'. Buena racha, mala racha. Postulábamos que inmediatamente después de una buen racha, la deidad, alguna fuerza cósmica o simplemente el peso de las probabilidades nos haría pagar con sufrimiento cada una de las cosas que nos habían sido otorgadas. Por eso durante un buen tiempo, aúnada a la alegría de un triunfo venía la angustia de saber que el costo de ello aún no había sido cancleado en esta especie de sistema usurero de la felicidad que nos habíamos diseñado para justificar nuestra torpe desventura. Tanto así creíamos en ello.
Durante mi vida además he creído y lo sigo haciendo en fórmulas mágicas y arbitrarias capaces de torcer el orden del universo hacia mi favor. Es decir, creo en las cábalas. Recuerdo por ejemplo aquel collar cuyo uso me garantizaba que al salir de casa vería a mi platónico amor adolescente. Siempre se cumplió. También además por un tiempo mi sola presencia en el estadio hacía que la U perdiera partidos increíbles en minutos menos creíbles aún.
Hoy mi cábala más enfermiza y recurrente es la de terminar escaleras con el pie derecho. Cuento los escalones, calculo con la mayor anticipación o memorizo la paridad o imparidad de los escalones a fin de saber siempre que terminaré el fugaz viaje con la diestra desenvainada.
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