Cuando una niña es hija de la directora del jardín donde estudias, no te queda más que enamorarte de sus ojos verdes. Aunque tenga los dientes picados.
Durante los recreos entonces, la observas sin que ella pueda notarte. Conviene ser uno más que se confunde con facilidad entre la multitud. Te invitan a jugar lo que sea pero siempre desistes cada vez de manera diferente porque prefieres seguirla en sus movimientos, se sienta, corre, se molesta bajo el sol de un invierno descontrolado, es feliz bajo un mandil gris con su nombre en hilo rojo inscrito en el pecho libre aun. Y tú allí con ella, aunque ella no lo sepa. Están juntos porque tú lo has decidido. Hay que verlos nada más, uniformados y de la mano, torpes caminando bajo los árboles de una vereda en la Magdalena de los 80s.
Sabes que quedan pocos minutos para el odioso timbre y planeas la infiltración. Quieres seguir mirándola para acariciarla en tus dendritas, haciendo conexiones en millones por segundo para que queden registradas en un mañana y por siempre si hay la vida eterna de las iglesias. Te acercas distraído y ella sigue sin saber de ti. Toca el timbre, se acabó el recreo, te obligan a volver a un salón oscuro sin ella. Nadie nota tampoco tu ira, solo piensas en mañana, en volver para mirarla y quizás esta vez sí, contemplarla hasta su iluminado salón, colorido, ideal.
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