Ellos pensaban que uno era un infiltrado. Esa noche se reunía la célula de Juventud Popular, como siempre, en una oficina frente a la Plaza San Martín, exactamente sobre el Embassy. Ya había participado de varias actividades como el pegado de carteles a medianoche, tocar el bombo en las marchas contra la dictadura, llevar la bandera del movimiento en esas mismas manifestaciones, ir a recolectar firmas al jirón de la Unión por toda una tarde.
Esa noche, había llegado demasiado temprano a la plaza. En uno de los portales había una librería y allí entró a entretenerse. Pero era una librería triste, los libros empolvados eran nuevos que parecían de segunda mano. Hojeó algunos sin mayor referencia y terminó por comprarse La Ciudad y Los Perros de la editorial Peisa. Se lo dieron en una bolsa de papel, pagó y partió hacia la reunión. Allí estaban las mismas caras de días pasados. Fueron dos horas bastante aburridas. Jóvenes de izquierda tratando de articular opiniones que ya habían recibido prefabricadas y compitiendo entre sí por colocar el adjetivo más agresivo sobre los enemigos fujimoristas en aquel entonces. Todo iba bien, escuchando lo que decían y queriendo irse pronto pues ya sabía en qué terminaría todo. La bolsa de papel, el libro dentro, descansaban en su regazo.
Se acercó uno de los líderes, Carlos, mientras algún otro de los presentes le decía “bufón de la dictadura” a Valle Riestra. Carlos sentado a su lado, le preguntó qué llevaba en la bolsa. Un libro, le dijo. “A ver, préstamelo”, y él lo sacó de la bolsa y se lo entregó sonriente, ingenuo, pensando en un genuino interés literario. “¿Vargas Llosa?”, le dijo, “ese es como Bayly, ¿no?” Y él lo miró extrañado. No, simplemente dijo. El joven volvió a decirle bufón a Valle Riestra.
El libro le fue devuelto y Carlos se alejó de él.
Pero no fue hasta la intervención de Martin, otro de los
líderes, que entendió lo que estaba sucediendo. “Acá los soplones han venido a
chambear con nosotros. Han salido a marchar con sus zapatillas de marca y han
pegado afiches”. Se reía orgulloso y evitaba con evidencia intencional, mirar a
uno. Esa fue la última vez que colaboró con la resistencia. En la siguiente
reunión se deben haber felicitado de haber desenmascarado y descubierto a
tiempo a ese agente del SIN que para esas horas seguro se sentaba en una banca
de la Plaza Mayor, sin saber qué hacer y con algún otro libro en la mano, más que seguro, no ha leído hasta el día de hoy.
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