Él siempre cuenta historias que después no recuerda habértelas contado y entonces te las vuelve a contar. Pero esto no es más que un sutil artilugio pedagógico. Contadas mil veces, estas narraciones viajan de generación en generación, de padres e hijos, en la más sublime de las comunicaciones.
Por ejemplo la historia de Manuel Alarcón
Vidalón y Salomón Ponce Ames. Existe una quinta en la calle Huérfanos, casi al
final de la cuadra 7 de Azángaro que debe tener más de 100 años de existencia. Y
debe ser así porque una noche de 1923, en esa quinta fueron acorralados y
acribillados por la policía en su intento de escapar, un estudiante de letras y
un obrero tranviario respectivamente. Estos participaban de una protesta contra
una medida antipopular de la dictadura de Augusto B. Leguía. La historia cuenta
que durante la marcha que partía desde la Casona de San Marcos, la multitud fue
asaltada por la policía y atacada con caballos, sables y fusiles. La multitud
intentó resistir pero terminó dispersándose, dirigiéndose un grupo de ellos
hacia la calle Huérfanos. La policía, fiel a su tradición represiva y corrupta,
persiguió a los manifestantes y es entonces que se produce el poético episodio
en el que un estudiante y un obrero, huyendo de la represión, ingresan a la susodicha
quinta. En su desesperación no se dan cuenta que han ingresado a un callejón
sin salida. El muro que marca el final de la quinta es paredón para los
guardias republicanos que los persiguen. Son prácticamente fusilados, uno al
lado del otro y caen al suelo, muertos. De esta manera simbólica, se sella la
alianza obrero-estudiantil para siempre y hermanos quedaron en la lucha popular
que es el estado natural de la vida en una sociedad desigual como la del 1923.
O como la de este 2020.
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