Guardo en mi escritorio dos botellas de whisky sin abrir. Ambas han sido regalos bien intencionados y agradecidos por mi parte y honestamente debo confesar que espero la ocasión propicia para beber de estas aguas que gente tan estimada ha tenido a bien proporcionarme. Sin embargo, en ambas ocasiones ha quedado flotando en mi tal pregunta: ¿Y cómo así justamente whisky?
Hasta el día de hoy he tomado tal bebida una sola vez: en casa de Carolina tras la graduación del instituto. Sentí el sabor a madera pero terminó por conquistarme y en muy poco tiempo terminé por apurar varios de esos vasos que completaba con hielo para refrescar mi sedienta garganta adolescente. Después de aquello no ha habido ocasión de repetir la experiencia.
Pero el tema no es el sabor del whisky sino unos motivos por descifrar.
Resulta que soy un tipo más bien serio. O de no serlo, lo aparento muy bien. Y durante muchos años hice de mi afición por el alcohol un rasgo bastante identificable. Además hoy soy un padre de familia responsable que gusta de alardear sofisticación y trata de todas las maneras posibles de lucir una inteligencia quizás real, quizás real, quizás imaginada que considera la arista más apreciable de su personalidad.
Entonces han creído esta maroma tan bien aprendida y ejecutada. Prueba de ello son tal par de envases de vidrio que contienen en ellos el inasible elemento (tal cual el cariño con que fueron entregados) que beberé el día que nos pasen tal examen complicado y aquellos otros decidan que es hora de reproducirse. ¿Se entiende no? Listo entonces, espero tales señales para deshacerme del cartón que los rodea y convertir el contenido en celebración, alegría y cháchara intrascendente, de aquella que es la que al final más perdura.
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