27/6/12

Relojo

Un día se perdió el reloj. Mamá lo había regalado y era de esos que además de atrasarse con suiza regularidad, podía transformarse en una nave ploma de plástico brillante que estimulaba la imaginación hasta lejanas estrellas. Podía ser un caza de cualquier fuerza armada, un insecto gigante del espacio adherido indefectiblemente a tu muñeca, un reloj poseído por fuerzas demoníacas que lo hacían adoptar foras ajenas, podía ser simplemente el reloj nuevo de un futuro escritor de blog.
Pero no duró mucho. Se sabía desde un inicio que su destino sería perderse. Y se perdió, nada ni nadie puede escapar nunca a la fatalidad de lo que le espera en un destino incierto. Huevadas. Se perdió nomás, mamá no debía saberlo. Usar chompa en pleno verano para cubrir las muñecas desnudas fue la medida más efectiva pero no podía durar para siempre. Había que buscarle remplazo.
Cada día, al pasar por el mercado de Magdalena, allí estaban los ambulantes que ya habían, hacía rato, dejado de deambular. Tenían su pedazo de calle y allí cada día armaban y desarmaban un medio de vida. Casi a la esquina, a cinco o diez metros de los vendedores de dólares, vendían relojes. Allí estaba, igualito pero sin haberse perdido e inalcanzable a unos bolsillos de primarioso. Cada día también, el vendedor de tal puesto respondía la misma pregunta:
- ¿Cuánto cuesta?
Y cada día costaba 12 mil intis.
Quizás no era tan inalcanzable con un poco de fuerza de voluntad. 12 días. Juntar hasta conseguir. Delay gratification. El asunto es que tras muchísimos más de 12 días, el reloj desapareció sin explicación que era obviamente innecesaria. Aunque el vendedor hacía rato había dejado de oir aquella pregunta de aquella persona sobre aquel reloj. Pasaron los años y el puesto también desapareció. Y los otros como él lo mismo. También los cambistas. Y la tienda Tía que estaba al frente. Todo menos el mercado que hasta hoy allí sigue.

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