Cuando me acuerdo del parque Media Luna me acuerdo de Paquito. Pequeño, de un carisma demoledor, se fue el verano del 93 y hasta hoy no he vuelto a saber de él.
Me acuerdo de él porque días antes de su partida, lo acompañé un mediodía a recoger los documentos escolares que necesitaba para desaparecer de nuestras vidas. Su colegio, con el pomposo nombre de Imperio del Japón, quedaba frente a ese parque. Y esa mañana lo esperé en la puerta y miré el parque con atención, quizás por primera vez. No había notado antes lo inusual de su paisaje.
Desde donde estaba miré su glorieta que graciosamente interrumpe la línea del acantilado, el cielo celeste del verano y un aislado surtidor de combustible que debe llevar décadas instalado en aquella nada sin dueño que es la avenida Bertoloto.
En esa glorieta el piso es de loseta y el diseño es de cubos que parecen saltar del piso. En algún momento de mi niñez temprana fui hasta allí y tales formas me provocaron mareos al punto de temer durante años cualquier visita a aquel lugar. En ese parque una noche me sentí muy solo cuando todos manejaban bicicletas alrededor de él pero yo no tenía una y peor aun ni siquiera sabía manejarlas, permanecí sentado en una de sus bancas de madera esperando secretamente que Heidi notara mi presencia, lo que no ocurrió jamás.
A los pocos días Paquito se fue a la Argentina a reunirse con su familia, nos despedimos un sábado en la noche después de una hora de Super Nintendo en el callejón de la tía ricotona. Me quedó, entre tantos, este recuerdo del parque a mediodía de un verano cualquiera.
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