Es inexplicable el placer que produce comer ají. Pica, arde y la sensación es horrible pero es imposible dejar de agregar esta crema rojiza o verdusca o amarillosa que acompaña con intermitencia las comidas en un hogar de Lima. En realidad no es ají, es rocoto pero al final es lo mismo pero peor.
Tener ají en casa es garantía de que ninguna comida sabrá mal. La piedra filosofal del sabor. Cualquier cantidad que sea servida será terminada en la menor cantidad de bocados posible y con la mayor celeridad que se pueda pues cada porción que llene el cubierto será engullida sin detenerse en mariconadas como mascar o saborear. Porque claro, esto es solo para machos, los demás abstenerse.
Se empieza por mantener la boca abierta y aspirar asiduamente para generar una corriente de aire que calmará los ardores en la lengua. No pasarán más de algunos segundos antes que lo repentino del sudor genere picazón en el cabello y las gotas saladas bajen por los surcos de nuestra expresividad. Sudor en las mejillas, inútiles tragos de agua, nada nos detendrá, más bocados, más ají.
La comida terminará pronto, pero la sensación quedará por varios minutos y seremos felices secándonos el sudor y siendo el centro de atención de aquellos que se impresionan del mucho ají que comimos y de los que nos juzgan porque jamás lo entenderían. 'Este ají no pica' diremos y secretamente nos sentiremos complacidos de haber satisfecho ese pequeño masoquismo que sobrevive en cada una de nuestras papilas.
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