La primera vez que oí de los poderes de la noche fue cuando mi hermano se preparaba para la universidad, recién salido del colegio. Recuerdo claramente cómo se describía tan positivamente su novedosa idea de estudiar en las madrugadas tibias del verano. Se describía por ejemplo como ideal pues el silencio era absoluto, se apuntaba que las distracciones eran mínimas y que el agobiante calor de los largos días veraniegos se reducía al mínimo. Por las mañanas, claro, a la academia como todos, pero mientras, también todos, dormíamos; en la sala de casa, rodeado de libros y cuadernos, este hermano preparaba discretamente la hazaña. Estaría demás decir que a la hora de la verdad a nadie sorprendió que ingresara en su primer intento a la universidad y la carrera que había escogido. Estaría demás pero ya lo hice.
Al parecer, a pesar de las tantas referencias y tan autorizadas, mi desconfianza se tuvo que manifestar una de esas madrugadas de meses de estreno. Me desperté y aparecí en la sala para verlo con mis propios ojos. Algo habremos conversado, él siempre tenía algo nuevo que decirme. Seguramente fue breve. Me recosté en el sofá desvencijado que aún no habíamos vuelto a tapizar y lo miré estudiar. Así hasta quedarme dormido con la idea comprobada de que la noche es el mejor momento para no dormir.
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