Para llegar a la Herradura había que reunirse muy temprano, cuando a pesar del verano, la neblina se apoderaba de buena parte del barrio. Cuando ya estábamos todos, caminábamos hasta la avenida Brasil, al mismo paradero donde tomaba la 10 para ir al colegio. También tomábamos la 10 pero la B, la que nos dejaba en Chorrillos, por el cuartel de bomberos. Después de eso caminábamos por el malecón, mirábamos de lejos el Regatas y ya algunos nos sacábamos el polo para ver si así reducíamos la temperatura de nuestros bronceados. Nuestros cuerpos eran ridículos pero así caminábamos, dueños de la vereda y parte de la pista, empujándonos, jodiéndonos, mirando al Salto del Fraile y a veces si teníamos suerte nos ganábamos con el fraile disfrazado que se arrojaba al mar. Le gritábamos que nos regale un menú y saltábamos en vez de él.
Ese era seguramente el momento en que algunos de nosotros recordaban que no habían tomado desayuno y que apenas habían conseguido para el pasaje en micro, lo que significaba que no comerían nada hasta llegar a casa a la caída del sol. Si hubieran podido saltar, se habrían animado. Hasta por una gaseosa lo hubieran hecho. Aún si esa gaseosa hubiera estado caliente por los treinta grados de la hora.
Pero al final llegábamos cómo sea, todos completos y buscábamos un sitio donde pudiéramos entrar todos. Y nos sentábamos, nos echábamos, juntábamos valor algunos y nos atrevíamos a remojarnos en ese mar al que tanto temíamos.
Pasaron tantas cosas en esa playa, como la vez que fuimos solo tres un sábado y la gorda Estrella se apareció como a las tres de la tarde llevándonos trago y nos pusimos a chupar el ron puro porque no había donde comprar una cocacola helada. Terminamos borrachos caminando de vuelta hacia el final de la avenida Huaylas donde volvíamos a tomar la 10 y nos bajábamos al final de la Brasil para caminar sintiéndonos héroes hacia donde nos esperaban aquellos que se habían quedado en la calle, sin playa y sin gloria.
Pero al final llegábamos cómo sea, todos completos y buscábamos un sitio donde pudiéramos entrar todos. Y nos sentábamos, nos echábamos, juntábamos valor algunos y nos atrevíamos a remojarnos en ese mar al que tanto temíamos.
Pasaron tantas cosas en esa playa, como la vez que fuimos solo tres un sábado y la gorda Estrella se apareció como a las tres de la tarde llevándonos trago y nos pusimos a chupar el ron puro porque no había donde comprar una cocacola helada. Terminamos borrachos caminando de vuelta hacia el final de la avenida Huaylas donde volvíamos a tomar la 10 y nos bajábamos al final de la Brasil para caminar sintiéndonos héroes hacia donde nos esperaban aquellos que se habían quedado en la calle, sin playa y sin gloria.
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