Han tomado años darse cuenta de la belleza de esa imagen.
Aquella ya había dejado de ser la casa nuestra, era más bien de ellos que llevaban varias décadas viviendo juntos y que hoy tenían tres hijos que no terminaban de encontrar algún camino que los llevara a cualquier lado. Uno de ellos llegó, en esta noche de invierno y para su sorpresa encontró las puertas abiertas y todas las luces encendidas al tope. Más sorprendente aún fue encontrarla a ella allí, solita, sentadita en el tercer escalón hacia las alturas de una casa que iba literalmente creciendo año con año.
El hijo se acercó y la saludó como si fuera un día cualquiera. Para él lo era. Para llegar a ella había tenido que andar con cuidado, sus pisadas podían malograr aquel piso anhelado que se había ido armando y que ella miraba sin palabras, pensando quizás en tantos pisos indeseados sobre los que había caminado en tantas casas suyas pero ajenas. Este piso nuevo lo había escogido ella, era suyo en posesión, en intención, en elección. Pero para él no era más que caminar sobre mayólicas frescas que había que tener cuidado de no remover.
Allí sentados en la escalera conversaron de cualquier cosa. Ella fuerte, como siempre, no mencionó lo que le cruzaba la mente. Se mostró indiferente a lo que llenaba sus pensamientos en esa noche. Habló con él de él, generosa como siempre, dejó de lado lo suyo para estar con él.
Después fue la despedida y ella se quedó allí, sentada en sus escaleras, apoyando la cabeza en sus puños, pensando y recordando. Feliz a su manera, satisfecha de tener frente a ella el resultado de mucho tiempo de andar, trabajar, negarse cosas para poder aquella noche formar esa fotografía que contaba toda una vida.
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