Tenía apenas 6 años y
estaba solo en casa. Alguna buena razón debía haber para eso. Ni siquiera sabía
ver la hora. Ya se había terminado “Blanco y Negro” en la televisión. Antes
había visto a Cool McCool y al Ratón Ignacio y a La Gata Loca. Pero ese opio se
había terminado pronto y la casa seguía vacía. El silencio de las mañanas se
interrumpía a veces por la voz redoblada de algún ama de casa. En ese tiempo,
los hombres siempre trabajaban por las mañanas.
La quinta también
estaba vacía. Lo descubrió al abrir la puerta y asomarse. Quería ver la calle,
a veces pasaban autos que veía fugazmente. Puso un balde en el marco, así no se
cerraría la puerta. Salió y caminó por el pasadizo con el corazón que le latía,
enérgico. Un murmullo se hacía cada vez más intenso mientras se iba alejando del
sofá de su casa. Al llegar a la puerta de la quinta lo vio todo frente a él.
Los árboles, la pista, el chaparral, la vereda, los autos estacionados, los
autos a lo lejos que cruzaban las esquinas, los señores calvos y de pantalón
crema, las señoras con canastas colgándoles del codo. Miró atrás y dudó si
quedarse en ese universo o volver a casa. Temió que su balde no fuera
suficiente para contener la puerta si se cerraba. Y ese temor lo hizo volver.
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