Rosadas sobre el plato floreado. Esa vajilla que apareció de pronto un día que se graduó del jardín de infancia. Allí estaba sobre la mesa en una caja y él no entendía que hacía allí. Imaginaba que el papá que estaba allí sentado leyendo su periódico era quien la había traído. No recuerda que hacía él en la mesa pero lo recuerda a papá sentado leyendo su periódico.
Sobre uno de los platos de esa vajilla, casi diez años más tarde, mamá le había servido un arroz con machas que además llevaban encima una crema amarilla más picante y espesa que la huancaína. Venía de jugar fútbol en las canchas junto al malecón. A pleno sol, había que tener esos catorce años de edad para poder soportarlo. El cemento quemaba en esas canchas al mediodía y la tierra que cubría todo lo que no fuera la cancha, se te pegaba a la piel sudada. No existían los bloqueadores entonces, solo la piel. Quizás esa mañana también se había caído la pelota al acantilado. Alguien la habría de recuperar y el partido ha de haber terminado con un marcador ajustado. Luego habían vuelto al barrio conversando, sedientos y hambrientos así que todos terminaron pronto en sus casas. Unos almorzaron antes de bañarse. Él lo hizo al revés.
Por eso fue el último de la familia con el plato de machas frente a él. Lo encontró sobre la mesa, tapado con uno de los secadores. No había nadie más con él. Se sirvió naranjada. Cambió el tenedor por la cuchara. La primera cucharada fue la mejor, las machas de ese verano.
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