Fue humillante para quienes lo perpetraron, aunque en ese momento no se supo. Se celebró como tantas inmundicias se han celebrado durante la humanidad. Pero la historia ha juzgado y a pesar de la verguenza, se hace urgente la exposición de los hechos tristes que aquí se narrarán. Il faut.
Todo empezó cuando el hombrecito quiso agradar a aquellos. Raul, amigo fiel e ingenuo en su honestidad se dejaba llevar por tal. Siéntate acá. Y él se sentaba. Espérame allá. Y él esperaba. Y así por el estilo. Pero el invierno escolar trae consigo todas esas chompas grises. Alguien notó aquello y se burló. Y en su cobarde temor de ser también parte de la burla, el hombrecito prefirió a cualquier costo, ser burlador. Los siéntate y espérame dejaron su honestidad y la belleza de su entrega amistosa por la perfidia de una traición escondida, vergonzante. La voz del hombrecito, la mirada ingenua y obediente del amigo, la sonrisa cómplice a los otros y la correspondencia a sus espaldas. Raul no entendía nada y eso es de por sí, ya una virtud.
Después vino la expulsión. El por qué no se recuerda. Pero no había valor ni para mirar a los ojos. Así que se huía. Cuatro y cinco huyendo de tal amistad plena que seguía sin entender. ¡Cobardes! cantaría el coro ante los rastreros protagonistas de tal tragedia. Y fue él, Raul, quien salvó la dignidad de esta función. Escribió una carta y partió Ellos reían porque imaginaban ser los vencedores. Él hizo lo que tenía que hacer y lo hizo bien, mejor que todos los involucrados.
Se puede decir que fue cosa de niños. De cinco niños contra uno. Y aun así el único que acabó con la cabeza erguida fue Raul, así sin acento que no lo necesita, el que fue traicionado en nombre de un puñado de absurdas e imberbes risas infantiles
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