22/3/20

Machas

Rosadas sobre el plato floreado. Esa vajilla que apareció de pronto un día que se graduó del jardín de infancia. Allí estaba sobre la mesa en una caja y él no entendía que hacía allí. Imaginaba que el papá que estaba allí sentado leyendo su periódico era quien la había traído. No recuerda que hacía él en la mesa pero lo recuerda a papá sentado leyendo su periódico.
Sobre uno de los platos de esa vajilla, casi diez años más tarde, mamá le había servido un arroz con machas que además llevaban encima una crema amarilla más picante y espesa que la huancaína. Venía de jugar fútbol en las canchas junto al malecón. A pleno sol, había que tener esos catorce años de edad para poder soportarlo. El cemento quemaba en esas canchas al mediodía y la tierra que cubría todo lo que no fuera la cancha, se te pegaba a la piel sudada. No existían los bloqueadores entonces, solo la piel. Quizás esa mañana también se había caído la pelota al acantilado. Alguien la habría de recuperar y el partido ha de haber terminado con un marcador ajustado. Luego habían vuelto al barrio conversando, sedientos y hambrientos así que todos terminaron pronto en sus casas. Unos almorzaron antes de bañarse. Él lo hizo al revés.
Por eso fue el último de la familia con el plato de machas frente a él. Lo encontró sobre la mesa, tapado con uno de los secadores. No había nadie más con él. Se sirvió naranjada. Cambió el tenedor por la cuchara. La primera cucharada fue la mejor, las machas de ese verano.

20/3/20

Apagón

Cuando se va la luz, no se logra distinguir nada en los primeros segundos. Alguien anuncia que se fue la luz y otro pregunta si es en todo el barrio. Con la luz se va el ruido y queda apenas un murmullo. Las voces traspasan paredes, igual que las intenciones y los temores.
Se buscan las velas en algún cajón pero se encuentran siempre sobre el refrigerador. Los fósforos están en la cocina. Cuando Jaime sale de la cocina con la vela pareciera que fuera el cumpleaños de alguien. Pero todos están calmos, desde sus asientos siguen la llama amarilla de esa vela que empieza a derretir cera para poder fijarse sobre algún platito. Así son los apagones en familia.
En la calle algunos ya han salido a sus puertas y poco a poco van distinguiendo las figuras habituales de otras tardes. La voz ayuda a atenuar tanta ceguera. No se puede jugar a nada y se sientan a conversar en la vereda. O apoyados en el árbol o en algún auto. A lo lejos se distinguen las tiendas que no cierran. Sus velas encendidas las delatan.
No se sabe la hora pero es tiempo de volver a casa. Alguien se ha quedado con una vela encendida esperándote a que vuelvas. Se desean buenas noches y cada uno va a su habitación. O quizá duerman en la misma habitación. 
Casi siempre, al día siguiente, vuelve la luz.

18/3/20

Puerta


Tenía apenas 6 años y estaba solo en casa. Alguna buena razón debía haber para eso. Ni siquiera sabía ver la hora. Ya se había terminado “Blanco y Negro” en la televisión. Antes había visto a Cool McCool y al Ratón Ignacio y a La Gata Loca. Pero ese opio se había terminado pronto y la casa seguía vacía. El silencio de las mañanas se interrumpía a veces ­por la voz redoblada de algún ama de casa. En ese tiempo, los hombres siempre trabajaban por las mañanas.
La quinta también estaba vacía. Lo descubrió al abrir la puerta y asomarse. Quería ver la calle, a veces pasaban autos que veía fugazmente. Puso un balde en el marco, así no se cerraría la puerta. Salió y caminó por el pasadizo con el corazón que le latía, enérgico. Un murmullo se hacía cada vez más intenso mientras se iba alejando del sofá de su casa. Al llegar a la puerta de la quinta lo vio todo frente a él. Los árboles, la pista, el chaparral, la vereda, los autos estacionados, los autos a lo lejos que cruzaban las esquinas, los señores calvos y de pantalón crema, las señoras con canastas colgándoles del codo. Miró atrás y dudó si quedarse en ese universo o volver a casa. Temió que su balde no fuera suficiente para contener la puerta si se cerraba. Y ese temor lo hizo volver.