Tocó ser Perú y todas las almas debutantes esperaban con ansías esa banda roja que les cruzara el pecho. En vez de eso, apenas recibieron un polo blanco de mala calidad, de olor denso y petrolífero con el nombre PERU escrito a la altura del diafragma. Jaimito recibió el polo diferente. También llevaba el nombre escrito pero en blanco sobre un color negro pleno. En los codos llevaba unas almohadillas inútiles en caso se lanzara sobre el cemento duro del patio del colegio. Era el portero de Perú.
El Perú verdadero acababa de ser eliminado del mundial que se venía. Jaimito no quería ser ni Caíco, ni "Acasucio". Quería ser Quiroga.
Así entonces, iniciaban ante Uruguay. Impecable uniforme celeste, shorts negros y medias celestes hasta las rodillas. Jaimito se cuadró bajó los tres palos y era pequeñísimo, le tomaría todavía algunos años llegar al travesaño. El partido empezó con un árbitro en buzo rojo que no se parecía a los que él había visto en la televisión.
Esa mañana, frente a decenas de padres apasionados que se apiñaban alrededor de la cancha, Perú cayó 6-0. Jaimito sufrió cada uno de esos goles y se sintió culpable cada vez que tuvo que recoger el balón desde su portería. Fue humillante.
El lunes siguiente, día de colegio, Jaimito volvería a cruzar ese enorme portón que daba al jirón Tacna. Allí estaba el bigotudo portero que hasta dos días antes había ignorado su existencia. Le sonrió desde diez metros antes que alcanzara la puerta y él no entendió. Siguió sin entender cuando le gritó frente a todos: "¡Hey Rodríguez! ¡Buen partido el sábado!"
Jaimito se apellidaba Narvarte. Ni siquiera había un Rodríguez en su salón. Su cara de extrañeza ha de haber sido muy notoria pues el buen portero quiso explicarse cuando dijo: "¡Rodríguez pues, como el portero de Uruguay!"
No hay comentarios:
Publicar un comentario