Cuando mamá decía "Me voy a Huaycán" significaba que tendríamos el domingo libre, pues papá seguiría leyendo su periódico, mientras nosotros nos apoderaríamos de cada rincón de esa casa ajena para intervenirla a nuestro placer.
Ir a Huaycán tomaba horas. Ella lo hacía porque tenía el sueño de la casa propia. Donde fuera. Como fuera. Por muchos años supimos que un día sus trajines nos llevarían a conocer aquel Huaycán y a terminar asentándonos allí mirando hacia el futuro infinito.
Cuando mamá volvía esos domingos ya hacia el ocaso, lo hacía agotada. Sus zapatos estaban llenos de tierra igual que su cabello sometido a permanentes permanentes. Y se bañaba y luego se sentaba a contarnos, mientras lustraba sus zapatos, que había estado en una reunión, que su terreno era cuestión de tiempo, que era lejos pero bonito. A nadie le importaba realmente, solo a ella. Era su sueño al fin y al cabo, nosotros solo vivíamos en él.
Pero nunca llegué a conocer Huaycán. Probablemente, al hacerse evidente la presencia de Sendero en ese lugar, mamá prefirió replegarse. O quizás, a pesar de todos sus esfuerzos, la única tierra de la que logró apropiarse fue la que trajo en sus cabellos y su calzado en esos domingos. De pronto, ese lugar lejano del que nos contaba mamá fue desapareciendo de nuestro inconsciente familiar hasta renacer años más tarde, con otro nombre y en otro rincón de Lima. Hasta aquel otro lugar llegamos, hace casi 20 años, ya crecidos, para intervenirlo y hacerlo nuestro cuando ella decidió compartirlo, desprendida, con todos aquellos que por años, justamente, no habíamos compartido su sueño.
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