¿Qué será de ese hincha enfermo del Municipal que en los 80s se pasaba el partido entero corriendo a lo largo de la parte más baja de oriente ida y vuelta, gritando desaforadamente durante 90 minutos?
Pantalón crema, correa negra, camisa blanca empapada de sudor, moreno y con una calvicie prominente igual que su barriga. Allí iba, corriendo de un área a otra, como un animal salvaje, enjaulado, separado de su pasión por un alambrado inapelable, ajeno a las burlas de los novatos y a la indiferencia de los espectadores habituales, a quienes ya había dejado de estorbar o sorprender.
En los tripletes dominicales, él solo llegaba a ver el partido de su querido Muni y luego, tras 90 minutos de intensa actividad, se desvanecía en el anonimato para volver siete días más tarde, al clímax de su afición, a su literal razón de vivir.
Imagino a este hombre en su cotidianeidad, en una oficina de paredes blancas, sentado ante un escritorio lleno de papeles, soñando cada hora de esos seis días en el gol del domingo, en el penal que tapará su arquero cuando él le diga a qué lado arrojarse, en el grito de gol aferrado a la malla metálica mientras ignora a toda una tribuna, en la vuelta olímpica que acompañará algún día.
¿Habrá sufrido con su Muni en la liga del Cercado? Sus gritos acompañando al equipo ahora en canchas sin alambrado, metiéndose a la cancha tras cada gol, abrazando la primera camiseta blanquirroja que se le cruzara en el camino. Dando vueltas olímpicas intrascendentes en canchas con más tierra que pasto, cogiendo del hombro a cada entrenador al que quisiera darle esos consejos de más de 50 años ininterrumpidos de ver fútbol.
Seguramente nada de eso importaba. Solo ver a esos jóvenes enfundados en una camiseta con una banda roja cruzándoles el pecho. Y ser feliz si se gana, caer en el abatimiento si se pierde. Llorar de rabia ante el descenso, hincha. El fútbol es así, no lo he inventado yo.
Pantalón crema, correa negra, camisa blanca empapada de sudor, moreno y con una calvicie prominente igual que su barriga. Allí iba, corriendo de un área a otra, como un animal salvaje, enjaulado, separado de su pasión por un alambrado inapelable, ajeno a las burlas de los novatos y a la indiferencia de los espectadores habituales, a quienes ya había dejado de estorbar o sorprender.
En los tripletes dominicales, él solo llegaba a ver el partido de su querido Muni y luego, tras 90 minutos de intensa actividad, se desvanecía en el anonimato para volver siete días más tarde, al clímax de su afición, a su literal razón de vivir.
Imagino a este hombre en su cotidianeidad, en una oficina de paredes blancas, sentado ante un escritorio lleno de papeles, soñando cada hora de esos seis días en el gol del domingo, en el penal que tapará su arquero cuando él le diga a qué lado arrojarse, en el grito de gol aferrado a la malla metálica mientras ignora a toda una tribuna, en la vuelta olímpica que acompañará algún día.
¿Habrá sufrido con su Muni en la liga del Cercado? Sus gritos acompañando al equipo ahora en canchas sin alambrado, metiéndose a la cancha tras cada gol, abrazando la primera camiseta blanquirroja que se le cruzara en el camino. Dando vueltas olímpicas intrascendentes en canchas con más tierra que pasto, cogiendo del hombro a cada entrenador al que quisiera darle esos consejos de más de 50 años ininterrumpidos de ver fútbol.
Seguramente nada de eso importaba. Solo ver a esos jóvenes enfundados en una camiseta con una banda roja cruzándoles el pecho. Y ser feliz si se gana, caer en el abatimiento si se pierde. Llorar de rabia ante el descenso, hincha. El fútbol es así, no lo he inventado yo.
mis15mins.blogspot.pe
No hay comentarios:
Publicar un comentario