21/2/17

La banda de Peluchín

Peluchín era el jefe de una banda de gángsters. En la tarde de los hechos, sus subordinados caminaban junto a él atentos a cualquier anomalía que pudiera traducirse en peligro para su líder, quien tenía fama además de ser sanguinario con todo aquel que osara contradecirlo.
La orden era mirar a todos lados pues pendía sobre el cabecilla la amenaza fatal de una banda rival que también se dedicaba a la comercialización de sustancias ilegales y pretendía hacerlo en la misma zona de Peluchín y sus secuaces. 
Era un día oscuro. Las nubes cubrían el cielo de la ciudad generando que el gris domine la gama de colores. Cuando estaban por doblar una esquina, todos oyeron el auto que se acercaba desde atrás. Voltearon a verlo, alertas y rastrillando sus armas de fuego, listos para el combate que imaginaban avecinarse. Peluchín también volteó a mirar y fue ese el segundo que aprovechó el Toro para aparecer por la esquina cuya vuelta la camarilla acababa de demorar en dar. Todos mirando el auto y Toro tuvo tiempo de sostenerse en sus dos pies y apuntar al rostro de Peluchín para asegurarse de no fallar. Esperó que sus ojos se encontraran y disparó justo en la frente.
El caos se apoderó de los fallidos cancerberos quienes no sabían si auxiliar o repeler. Pero Toro ya no estaba, había desaparecido por la misma esquina por donde había emergido. Como un fantasma.
Peluchín no duró mucho. Murió en brazos del Gato quien intentaba levantarlo para llevarlo a sanar. Era evidente que estaba ya muerto pero igual había que cargarlo para que no haya policías merodeando pronto, para poder disponer del cuerpo con la tranquilidad necesaria. 
Cuando finalmente llegó un patrullero, solo encontró en el suelo unas minúsculas manchas de sangre y nada más que una calle vacía donde ningún testigo quería hablar.

17/2/17

La cartuchera en el cajón

Cuando encontró la cartuchera no supo que hacer. Podía quedarse con todo lo que estuviera adentro, pero Julián intentaba ser tan honesto como pudiera. Por otro lado, entregarla a la jefatura de la escuela hubiera implicado tener que levantarse de su asiento y utilizar al menos 5 de los 15 minutos que destinaba cada día a comer dos panes con queso y tomar café de una botella. Qué encrucijada de la vida. Allí estaba la cartuchera junto al pan con queso que terminó por comerse. Al terminar su desayuno la guardó en su mochila azul.
Al día siguiente, Olivia se acercó a su asiento de profesor. No le permitió decir nada, pues apenas intentó esbozar una palabra, sus sollozos se tornaron incontrolables. Aun así siguió intentando hablar pero solo lograba emitir palabras entrecortadas. 
Entre esas palabras se logró comprender la palabra anillo y oro. La primera reacción de Julián fue tranquilizarla pero algo se lo impidió. Un anillo de oro en su poder. Olivia terminó preguntando con claridad si es que él lo había encontrado el día de ayer.
No, fue la respuesta.
Pero voy a preguntar, añadió.
No tuvo oportunidad. Durante los siguientes 90 minutos, tiempo de su clase, pudo ver que las lágrimas de Olivia se secaban y que progresivamente su rostro joven volvía a la normalidad. La crispación rosada de sus mejillas, su pequeño porcentaje de cabellos desordenados, todo fue amainando hasta volverse nada, hasta ser nuevamente esa chica que espera con aburrimiento la oportunidad de irse a casa. Hubo un momento incluso en el cual sonrió abiertamente, se diría que sin preocupación.
Este último gesto fue lo que decidió a Julián. No era para tanto. Salió del salón de clase despidiéndose con prisa evidente y al sentarse en una de las mesas del salón de profesores, puso su mochila sobre sus muslos y la abrió para meter sus manos en ella. Allí estaba la cartuchera, la abrió, y allí estaba el anillo. No es para tanto, ya pasó,  las lágrimas se secan, el anillo no ha de ser tan especial. 
50 años después, Julián muere y el anillo permanece en la misma cartuchera, escondido en un cajón de su ropero. Su esposa Olivia lo encuentra y las lágrimas vuelven a su rostro, esta vez surcado de 50 años más de arrugas.

Conos naranjas

Están por todos lados. Forman pequeñas cordilleras uniformes en las pistas de una ciudad caótica. Buscan, justamente, ser la solución a ese caos, solución temporal y arbitraria, pero solución al fin. Su autoridad es unánime, inapelable, plástico implacable y altisonante que te expondrá inmediatamente a a la mirada de cada uno de tus semejantes tras el volante. ¡Oh cono naranja! Has llegado para quedarte y exigirnos la obediencia de la que carecemos. Bendita tu luminosidad en las noches oscurecidas por la dudosa eficiencia de las compañías eléctricas.
Temprano cada mañana, un ejército de hombrecitos con chalecos se dedican a reordenar las calles de la ciudad.  Marcan carriles, cierran calles aledañas, forman calabozos ambulantes para pesquisas policiales al paso. Cuentan para esto con millares de conos diseñados para encajarse unos sobre otro en pilas interminables que al final de la noche son acostadas en tolvas de decenas de camiones.Son la autoridad fosforescente que nos manda sin decir una palabra. Ni mirarnos.
Me he preguntado últimamente que sería de las pistas sin su existencia. Su gobierno sería remplazado por la anarquía. Las inofensivas luces direccionales mostrarían su insuficiencia y entonces el desgobierno de las pistas, los cruces intempestivos, el nulo respeto por el prójimo nos empujarían a la multiplicación de incidentes, a choferes que discuten por la culpa de cada percance, al apocalipsis en cada esquina y el tiempo entonces, se nos va, inexorable, encerrados en nuestros ataúdes de fibra de vidrio.
Tienen razón quienes representan a dios con un triángulo desde hace cientos de años. Fallaron en el color pero no en la forma. Salve rey de las pistas, larga vida al soberano magnánimo, loas a aquel que en su simplicidad nos libra del desmadre que sería tener que respetarnos unos a otros.

14/2/17

Hay una columna frente a la ventana que manos adolescentes han usado de lienzo. Hay que ser honesto, han pintado puras huevadas pero aquella mañana en que lo hicieron, se les veía tan felices cambiando el mundo, satisfechos de tener una razón para salir de casa. ¡Qué bonito! exclamaban los transeúntes al verlos con sus latas de pintura, sus sonrisas, sus brochas, ubicados a un costado de una de las columnas que sostiene ese tren interminable que cruza la ciudad de un pueblo joven al otro. Ellos, claro, se demoraban y jugueteaban entre ellos, intentando completar la postal de juventud vigorosa e ingenua que todos esperan ver.
Pero uno de los hombres que por allí circulaban tuvo la mejor de todas las ideas. El fue quien se dio cuenta que los colores podían ser estúpidos. Y lo eran. La juventud no necesita ser ingenua, ni debe ser inofensiva. No se debe contentar con lápices para colorear como lo hacían en su niñez más temprana. Tienes que crecer y desafiar. Los colores no desafían a nadie.
El gris sí.