8/2/20

Santa Rosa, Maradona, Lady D y unas escaleras

En el día de Santa Rosa, Maradona acababa de dar positivo por último vez en el fútbol y era además el mismo día en que Lady D decidió fingir un accidente de tránsito para dejar este mundo cruel, más que cruel para ella. En ese día, tres jóvenes de 18 se encontraban sentados a la mesa de un bar de Barranco.
En esas edades existe el juntarse para ir a tomar. Tomar y ver qué resulta. En eso estaban estos jóvenes, en las jarras que iban y venían, cada una más helada que la otra. Su experiencia con el alcohol era tan reciente y primaria que aún andaban en la etapa de competir por ser el más o el menos de los borrachos.
El que bebía más rápido, el que se servía más, el que bebía más que los otros, el que más locuras hacía ebrio. Absurdo todo, uno de ellos, el más pequeño, iba ganando en la competencia de "secos y volteaos". O sea que era el que más se tomaba vasos enteros de un solo impulso. Y la cerveza estaba tan helada que era como si a través de un pequeño hoyo y con un embudo le arrojaran agua helada al cerebro y al resto del cráneo. La sensación era nueva, atractiva entonces.
En el bar había un cuarteto de rock que tocaba canciones en español. Pero no tocaban nada de Charly, el legendario músico argentino. Había que obligarlos, pensó el pequeño, y desde el segundo piso, desde una especie de balcón les gritó incesantemente que se canten una del gran Charly. Demoraron. Y lo hicieron tanto que el pequeño tuvo que bajar a insistir. Pero ya eran casi diez secos y volteaos en menos de una hora. Bajar la escalera y tropezarse fue todo uno. Nuestro pequeño se rodó los siete escalones que lo llevaban hasta el primer descanso de la escalera. Cuando lo quisieron ayudar solo decía "¡Toquen Charly, carajo!" Se logró levantar por sí mismo y en secreto comprobar aliviado que sus huesos estaban intactos. Le extrañó no ver a sus dos aliados que para ese momento, ya descansaban livianamente sobre la mesa de madera soñando en que Maradona volvía a jugar al fútbol, uno y el otro que el espíritu de una Lady D con cara de Santa Rosa emergía de un auto negro en un túnel de París hacia los cielos.

2/2/20

Portero

Tocó ser Perú y todas las almas debutantes esperaban con ansías esa banda roja que les cruzara el pecho. En vez de eso, apenas recibieron un polo blanco de mala calidad, de olor denso y petrolífero con el nombre PERU escrito a la altura del diafragma. Jaimito recibió el polo diferente. También llevaba el nombre escrito pero en blanco sobre un color negro pleno. En los codos llevaba unas almohadillas inútiles en caso se lanzara sobre el cemento duro del patio del colegio. Era el portero de Perú.
El Perú verdadero acababa de ser eliminado del mundial que se venía. Jaimito no quería ser ni Caíco, ni "Acasucio". Quería ser Quiroga.
Así entonces, iniciaban ante Uruguay. Impecable uniforme celeste, shorts negros y medias celestes hasta las rodillas. Jaimito se cuadró bajó los tres palos y era pequeñísimo, le tomaría todavía algunos años llegar al travesaño. El partido empezó con un árbitro en buzo rojo que no se parecía a los que él había visto en la televisión.
Esa mañana, frente a decenas de padres apasionados que se apiñaban alrededor de la cancha, Perú cayó 6-0. Jaimito sufrió cada uno de esos goles y se sintió culpable cada vez que tuvo que recoger el balón desde su portería. Fue humillante.
El lunes siguiente, día de colegio, Jaimito volvería a cruzar ese enorme portón que daba al jirón Tacna. Allí estaba el bigotudo portero que hasta dos días antes había ignorado su existencia. Le sonrió desde diez metros antes que alcanzara la puerta y él no entendió. Siguió sin entender cuando le gritó frente a todos: "¡Hey Rodríguez! ¡Buen partido el sábado!"
Jaimito se apellidaba Narvarte. Ni siquiera había un Rodríguez en su salón. Su cara de extrañeza ha de haber sido muy notoria pues el buen portero quiso explicarse cuando dijo: "¡Rodríguez pues, como el portero de Uruguay!"