La primera mujer a la que se me antojó besar en la boca traía brackets. Nunca la besé es la verdad y lo más probable es que al mencionársele mi nombre el día de hoy, no recuerde siquiera que alguna vez hasta llegamos a compartir carpeta. En fin, que yo sí me acuerdo y que en ese entonces no pasaba día en que los restos de comida se le quedarán entre los alambres y que por tanto su aliento fuera el mejor guardián contra cualquier inoportuno buscafortunas de su inocencia.
Entonces caigo en la cuenta que mi boca también traía brackets. Dos. Fue todo lo que pudimos costear en la crisis inflacionaria de los 80s. Apenas dos y tuvimos que posponerlo indefinidamente. Se fueron cayendo con los años, por trozos apenas y quizás alguno de esos pedazos me lo pasé camuflado en la comida. Tras cinco años, apenas quedaba el pegamento dibujado en dos pequeñas manchas amarillas de los dientes de conejo.
Gracias a nuestro nuevo intento de esos cinco años después, conocí el cono norte. Para llegar a la clínica había que viajar más de una hora y cruzar el río, el trébol y respirar lo mínimo en la zarumilla. Esta vez me iba por mi cuenta en la 7. Varios viajes más tarde, abandonamos por segunda vez.
A la tercera va la vencida y ahora sí llegamos casi hasta el final. Una doctora milagrosa se interesó por el desastre que ocultaban mis labios y se lo tomó personal. Estos son los retos que persigue la vocación. Dos años de tratamiento más tarde, con la electoral ya en el bolsillo trasero, decidí, esta vez yo, que ya era suficiente. Fingí un viaje a Alemania (¡qué vergüenza!) y la obligué a que me liberara de tanto fierro retorcido.
Y desde entonces hasta ahora oculto tras el marrón de mi dentadura unas estructuras abandonadas a su suerte que el tiempo se encarga de derribar pacientemente. Me han acompañado en los besos que he olvidado, en las comidas que he acumulado y sobre todo, en las palabras que he callado.
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