En casa siempre hubo una guitarra. Nunca aprendió a hablar con propiedad.
Era una con tres cuerdas de nylon, oscura, diríase con justicia que era un feo instrumento. Con golpes de la vida en lo que vendría a ser su trasero de mujer y un mango delgado que se ajustaba con precisión a las manos pequeñas. Nadie sabía de calibración o de capós y afinadores, apenas se le pudo descubrir en intentos aislados, tímidos y torpes algunas de las cosas que le quedaban por decir.
En algún tiempo anterior fue parlanchina y manos firmes, forjadas en la adversidad de la movilidad lograron obtener de ella cantos lógicos, predecibles, de esos que se reconocen con facilidad y no con el esfuerzo de una audición ansiosa por ser testigo de una grata sorpresa.
Hoy allí sigue en algún rincón de la casa y cuando le ha sido posible ha logrado llamar la atención de los que se estrenan en el mundo quienes sonríen al oír sus cuerdas al aire, sin adornos, sonando como aun pueden, deseando quizás un renacimiento, ser cogida por manos habilidosas que puedan obtener de ella aullidos armoniosos que despierten sonrisas o lágrimas de víctimas agradecidas por tanta música regada a los vientos.
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