8/3/16

Creer en la caca

Un día aprendí de mi viejo que la caca de pájaro, cuando te cae sobre la cabeza, da buena suerte. Y me lo creí redondo pues mi viejo es sabio y siempre lo ha sido como todos los viejos que han logrado llegar a viejos. Otro día aprendí que la caca, cuando es de perro y está en la suela de tu zapato tiene el mismo efecto.
Con el tiempo, se lo he repetido a muchas personas con quienes compartimos la caca animal en algún momento. Nunca creó en ellos el efecto que creó en mi escucharlo de los labios de mi padre sonriente. El asombro fue apenas perceptible si es que lo hubo y lo más que obtuve fue una sonrisa sin valor que me debían a causa de la amistad.
Me pregunto hoy si es que debería seguir repitiendo este mito absurdo (hoy sé que lo es) a las generaciones que me pisan los talones. No tiene ningún valor pues no solo es falso sino que además es poco divertido. Lo más probable es que su fecha de caducidad haya pasado.
Me pregunto también, sin conseguir responderme, por las razones que me llevaron a guardar en mí aquella información inservible. Lo atribuyo a la admiración general que provocaba la ciencia de mi viejo. Por como la firmeza de sus manos y la dureza de sus gestos me daba la certeza de su saber. Me doy cuenta también que obtenida esa credibilidad eres capaz de hacer creer al mundo lo que sea. Hasta que la caca es buena.

7/3/16

Elogio de la atorrancia

El ideal de todo peruano es ser atorrante. Sí, soy cordero y (creo que) hago lo que quiero. Reyezuelo de la cuadra 8 o de tu quinta del 375. Que la frase " el que puede, puede" sea la que mejor te describa. Eso sería la felicidad, esa envidia ajena que es tu progreso.
Hay muchas maneras de lograr tal sueño. Unos lo logran robando, otros sobornando, otros por la fuerza, otros insultando y algunos combinando todo eso. En el camino a la atorrancia hay competidores que quieren lo mismo que tú, hay los que te quieren ayudar para quedarse con las migajas que se te caen, hay los que te pondrán cabe porque en el juego de la vida todo vale y se juega hasta morir.
Ser atorrante es insultar, agredir, abusar, mentir y todo eso revestirlo de una crueldad gratuita que los demás te envidiarán pues lo acumulado en dinero, poder o lo que sea, te hace inmune e intocable y entonces, ¿a quién le importa el otro, a quién la justicia, a quién la piedad? Te cago porque puedo hacerlo, frente a todos y en colores.
Entonces, indefectiblemente, este diálogo se repetirá ad nauseam:
- ¡Qué atorrante!
- Sí pues. El que puede, puede.
Así confirmas que has conseguido finalmente tu derecho a la atorrancia. Felicitaciones.

3/3/16

Bracket

La primera mujer a la que se me antojó besar en la boca traía brackets. Nunca la besé es la verdad y lo más probable es que al mencionársele mi nombre el día de hoy, no recuerde siquiera que alguna vez hasta llegamos a compartir carpeta. En fin, que yo sí me acuerdo y que en ese entonces no pasaba día en que los restos de comida se le quedarán entre los alambres y que por tanto su aliento fuera el mejor guardián contra cualquier inoportuno buscafortunas de su inocencia.
Entonces caigo en la cuenta que mi boca también traía brackets. Dos. Fue todo lo que pudimos costear en la crisis inflacionaria de los 80s. Apenas dos y tuvimos que posponerlo indefinidamente. Se fueron cayendo con los años, por trozos apenas y quizás alguno de esos pedazos me lo pasé camuflado en la comida. Tras cinco años, apenas quedaba el pegamento dibujado en dos pequeñas manchas amarillas de los dientes de conejo.
Gracias a nuestro nuevo intento de esos cinco años después, conocí el cono norte. Para llegar a la clínica había que viajar más de una hora y cruzar el río, el trébol y respirar lo mínimo en la zarumilla. Esta vez me iba por mi cuenta en la 7. Varios viajes más tarde, abandonamos por segunda vez.
A la tercera va la vencida y ahora sí llegamos casi hasta el final. Una doctora milagrosa se interesó por el desastre que ocultaban mis labios y se lo tomó personal. Estos son los retos que persigue la vocación. Dos años de tratamiento más tarde, con la electoral ya en el bolsillo trasero, decidí, esta vez yo, que ya era suficiente. Fingí un viaje a Alemania (¡qué vergüenza!) y la obligué a que me liberara de tanto fierro retorcido.
Y desde entonces hasta ahora oculto tras el marrón de mi dentadura unas estructuras abandonadas a su suerte que el tiempo se encarga de derribar pacientemente. Me han acompañado en los besos que he olvidado, en las comidas que he acumulado y sobre todo, en las palabras que he callado.