Un día aprendí de mi viejo que la caca de pájaro, cuando te cae sobre la cabeza, da buena suerte. Y me lo creí redondo pues mi viejo es sabio y siempre lo ha sido como todos los viejos que han logrado llegar a viejos. Otro día aprendí que la caca, cuando es de perro y está en la suela de tu zapato tiene el mismo efecto.
Con el tiempo, se lo he repetido a muchas personas con quienes compartimos la caca animal en algún momento. Nunca creó en ellos el efecto que creó en mi escucharlo de los labios de mi padre sonriente. El asombro fue apenas perceptible si es que lo hubo y lo más que obtuve fue una sonrisa sin valor que me debían a causa de la amistad.
Me pregunto hoy si es que debería seguir repitiendo este mito absurdo (hoy sé que lo es) a las generaciones que me pisan los talones. No tiene ningún valor pues no solo es falso sino que además es poco divertido. Lo más probable es que su fecha de caducidad haya pasado.
Me pregunto también, sin conseguir responderme, por las razones que me llevaron a guardar en mí aquella información inservible. Lo atribuyo a la admiración general que provocaba la ciencia de mi viejo. Por como la firmeza de sus manos y la dureza de sus gestos me daba la certeza de su saber. Me doy cuenta también que obtenida esa credibilidad eres capaz de hacer creer al mundo lo que sea. Hasta que la caca es buena.