Aparecían cuatro rostros pintados hablando en dialecto en la pequeña pantalla del televisor y daban risa. Uno se imaginaba por unos segundos que estaban parodiando tanta música bailable absurda que nos rodeaba en esos veranos que huíamos del cólera sin amor. Wataneguiconsu y que no quede huella, que no, que no.
Uno no entendía las ganas de bailar que le entraban cuando el barbudo cantante prometía hacer un traje de novia con hojas del platanal. Entonces uno se imaginaba ese vestido y esa novia en el Macondo que ahora volvía a intentar leer tratando de no dejarse turbar por los arrestos brutales de Jose Arcadio sobre una menuda Pilar Ternera que inundaba el pueblo con sus gritos de placer.
Uno estaba aprendiendo el placer y las noches eran tibias, misteriosas, las canciones cantaban de lugares exóticos donde llovían estrellitas, duendes y las mujeres tenían un olor a humo que nos llevaba hasta sus lechos. Y uno que aún no sabía qué hacer con sus manos, simplemente se dormía con la radio encendida, esperando que sonara entre tanto abanico, la que decía que no quería ver a tal niña bailar sin mi, otra noche.