13/7/19

Estrellitas y buendías

Aparecían cuatro rostros pintados hablando en dialecto en la pequeña pantalla del televisor y daban risa. Uno se imaginaba por unos segundos que estaban parodiando tanta música bailable absurda que nos rodeaba en esos veranos que huíamos del cólera sin amor. Wataneguiconsu y que no quede huella, que no, que no.

Uno no entendía las ganas de bailar que le entraban cuando el barbudo cantante prometía hacer un traje de novia con hojas del platanal. Entonces uno se imaginaba ese vestido y esa novia en el Macondo que ahora volvía a intentar leer tratando de no dejarse turbar por los arrestos brutales de Jose Arcadio sobre una menuda Pilar Ternera que inundaba el pueblo con sus gritos de placer.

Uno estaba aprendiendo el placer y las noches eran tibias, misteriosas, las canciones cantaban de lugares exóticos donde llovían estrellitas, duendes y las mujeres tenían un olor a humo que nos llevaba hasta sus lechos. Y uno que aún no sabía qué hacer con sus manos, simplemente se dormía con la radio encendida, esperando que sonara entre tanto abanico, la que decía que no quería ver a tal niña bailar sin mi, otra noche.

12/7/19

Las rodillas

La tiradita de Quiroga consistía en que todos hacían espacio y el pequeño se lanzaba al vacío y caía sobre el parquet duro mientras oía las risas celebratorias de tal proeza. Los tíos, los primos, antes los abuelos, habían sido espectadores de tal arte y a ninguno se le había ocurrido que quizás no era tan buena idea que los huesos infantiles de ese cuerpo minúsculo andaran dándose de suelazos para la diversión general.

Solo una voz sensata pero tímida y por tanto, ahogada por la algarabía general, le decía al artista que cuidara sus rodillas de tanto golpe, del frío, de los deportes que las destruirían. Le cosía pantalones de lana para que no lo afectara la loseta. Pero nadie le hacía caso a esa voz y las rodillas seguían en su función habitual de generadoras de felicidad y a veces, hasta de asombro general, cuando el gol había sido de buena factura. Escogió como deporte la peor opción de todas, el fútbol de saltos y piruetas, además de caídas que lo llevarían más temprano que tarde a googlear reemplazos de titanios para piezas corporales desgastadas, o inservibles de tantas lesiones.

Casi 40 años después, Quiroga, el verdadero, ya había, hacía mucho tiempo, dejado de lanzarse por los aires en campos de fútbol verdes por culpa de la televisión a color. El pequeño imitador de hacia tanto tiempo, era ya un hombre de familia con sobrepeso que intentaba tercamente seguir en la práctica de un deporte que lo estaba lisiando lentamente. La adrenalina del triunfo, la satisfacción de la jugada completada, los goles de último minuto con que soñaba no hacían más que pretextarlo obstinadamente hacia la cada vez más absurda posibilidad de una copa que no dejaba de hacérsele esquiva.

Hasta que un día apenas podía caminar por el dolor de la rodilla derecha y ese fue el principio del fin. Sabía que esa sería la primera cosa que le prohibiría un doctor y que de allí en más ya todo no era sería más que ser estoico y esperar que una a una las funciones de su cuerpo se fueran marchitando.