El cuaderno amarillo va para acá y para allá incesantemente. Duerme en mi cama, me acompaña al almuerzo, me conversa, me sigue siempre a donde visite, sabe más de mi que cualquiera de ustedes. Mas de mi que yo, en realidad.
Sabe por ejemplo que en las noches pelear con el sueño me produce sueño y termino derrotado. Que cada mañana maldigo en silencio para no despertar a los durmientes. Que mis planes terminan siempre frente a la pantalla del instagram. Que tengo buenísimos apodos que ponerme a mí mismo. Que maquillo mi desprecio para evitar el de ellos. Que quisiera tener mil cuadernos amarillos pero solo puedo con uno. Y ni siquiera.
Aparte de saber de mi (o quizás por eso), el cuaderno amarillo me juzga también. Sin tener ojos me lanza una mirada inequívoca acompañada de un silencio sepulcral y para no tener que soportarlo, simulo que lo ignoro. Simulo nada más, porque ignorarlo verdaderamente es imposible cuando se aferra a tu brazo derecho y sus súplicas son, no por inaudibles y discretas, menos desesperadas. Es que es elegante el cuaderno amarillo y no lo verás jamás mendigando alimento aunque se muera de la inutilidad. Pero pide y no una, sino siete veces siete.
Así que hoy finalmente lo he oído y lo alimento de estas palabras absurdas, vacías, chatarra para sus fauces insaciables. Y claro, más temprano que tarde, este alimento le sabrá a poco y volverá su demanda intensa.
Toma pues, cuaderno amarillo, y déjame seguir siendo aquello que una vez decidí que no quería llegar a ser.