Cuando me dieron a leer Platero y Yo, Perú buscaba clasificar a México 86. El mundo lo iba conociendo de la mano de mi hermana y en el colegio mi mejor amigo, Peña, se tuvo que ir de la ciudad porque si no, el asma lo mataba. Entonces, a la hora de salida, antes de su partida, el buzo que era celeste y azul, lo volvíamos rojo en nuestra imaginación y en esa inmensa cancha de fulbito éramos Velásquez o Acasuzo contra colombianos, argentinos y venezolanos. No teníamos el lujo de una pelota así que jugábamos con una chapita obtenida en las inmediaciones del kiosko. Como todos, claro. Partidos intensos, uno enfrentado al otro, el fútbol era simple. Perfecto.
A veces la pregunta es si aún existirá esa cancha primitiva. Porque el colegio ya no. Lo convirtieron en otro colegio,uno hermético, de esos para adultos que quieren aprender a hablar con dios. Ese dios que en la época de Platero y Yo vivía en la capilla que estaba junto a esa cancha de fulbito, en el patio de ese colegio, en ese año de eliminatorias. Y ese año, algunos días dios se permitía volverse chapita y fútbol para alegrarnos la espera a Peña y a mi.
Todo así, hasta que un día el invierno de Magdalena se llevó a mi amigo y los años me arrancaron de esa cancha de fulbito, cuya existencia hoy en día, solo dios sabe.