Los primeros días del año son tristes desde que se inician y deberían terminar en lágrimas siempre. Pero uno se acostumbra a todo. Se acostumbra por ejemplo a que hay que volver porque el inicio del año no es realmente el inicio de nada. Son los mismos días de siempre, en el mismo orden, con las mismas ocupaciones de hace 365 días.
Y uno sueña.
Sueña por ejemplo que esta vez sí correrá los kilómetros que le faltaron el año pasado y que justificó con una lesión de quince días.
Sueña que una mañana los relojes de la ciudad se malogran y él puede dormir unos minutos más.
Se sueña que los hijos de uno irán a buscarlo a la hora de salida solo para poder abrazarlo una horita antes pues lo quieren acompañar en ese viaje de regreso interminable.
Soñar es lo único que sirve cuando no se hace en realidad sino que sentadito ante el escritorio blanco uno mira las caras y alucina que son un público que pagó por verlos. La función debe continuar aunque todo aúlle que no hay para qué, que los motivos se terminaron cuando apagamos la tele.
Un Camargo tenía puesto ese polo blanco que decía justamente "Apaga la tele" y era arte puro pues un niño que llevara algo así sobre el torso era tan explícito en su poesía que los congéneres nos quedaba solo dudar si era posible tanta pornografía en tres palabras.
El árbol espera ser desarmado junto al nacimiento estático y un niño de piel más blanca que el yeso del que está hecho mantiene los ojos azules abiertos hacia la nada. Sus padres, María y José de rodillas adorando al niño que acaban de parir. El mundo al revés.