Cuando Gerardo Carbajal ingresó al campo de juego, sus compañeros ya estaban reunidos abrazados en un círculo e inclinados hacia el centro del mismo diciéndose cosas unos a otros, alentándose y recomendándose lo mejor para el equipo. Cuando él llegó, se separaron y él no supo si arrancaría en el equipo titular.
Nadie se le acercó, entonces tuvo que contar a quiénes estaban en el campo y al notar que faltaba uno, se animó a ingresar y coger la posición derecha en la que había estado practicando durante los últimos tres meses.
- Gerardo, allí no. Allí juega el Gallo, ahorita viene, pásate al otro costado - escuchó que le decía Tony el Payaso en un susurro de casi diez metros.
Así que así lo hizo. Se fue hacia la izquierda y empezó a dar de saltitos en su lugar con la esperanza de que eso sirviera para algo en su afán de terminar el partido sin calambres. Recién entonces reparó en los gritos desde el borde del campo. ¡Vamos Sucre! gritaba una voz femenina. Varias voces masculinas gritaban indicaciones apresuradas pero nadie le hablaba a él. Volteó a mirar solo para confirmarlo. Lo confirmó.
En todo ese tumulto, escuchó el silbato y su rostro se volvió serio. Durante los siguientes 20 minutos, nada más importaba que los quince jugadores que se encontraban en el campo. Corrió como nunca Gerardo, recuperó balones a pesar de no estar en el lado que más le acomodaba. Dio los pases necesarios para ganar el partido pero los delanteros no estaban en el día correcto. Algunos gritos de la tribuna entonces se empezaron a dirigir a él. Él mantenía su seriedad aunque sentía un orgullo profundo. Sería el jugador del partido, eso lo sabía de sobra y seguramente todos quienes miraban el partido.
Hasta que llegó el minuto 18 del segundo tiempo. A pesar de sus refinados, eficientes esfuerzos, el empate permanecía. Los arqueros venían logrando su objetivo de cada partido, el cero en cada arco presagiaba si no alegría, al menos una mutua resignación que dejaría satisfechos a pocos. Entonces Gerardo recibió el balón. No, mejor aún, lo recuperó. Se lo robó a un jugador alto como basketbolista que no pudo impedir que tras obtenerlo, Gerardo partiera a velocidades cósmicas de barrilete, imparable entre los resquicios minúsculos que se le iban presentando metro con metro. Los rivales quedaban regados por el suelo y solo quedaba como escollo final el portero hasta ese momento invicto que se acercaba decidido a arrebatarle el sueño de las últimas semanas. Meter gol, ganar, ser el héroe. Lo vio venir y una divinidad invisible le dictó lo que debía hacer. Amagó hacia la derecha y salió por la izquierda, impredecible, el arquero ridiculizado intentó reponerse pero ya le fue imposible, todo el arco a su disposición y Gerardo marcó el gol de su vida. Disparó un tiro suficiente y salió con los brazos abiertos a recibir la recompensa de la gloria que le esperaba en esos hombres pintados de blanco que corrían hacia él para abrazarlo. El grito de la gente llenó sus oídos, miró al cielo, agradeció en silencio, mil brazos lo rodearon.
No faltó nada y el partido terminó. Todos lo esperaban a la salida del campo, querían abrazarlo por su oportuna genialidad. Pero entonces escuchó que gritaban su nombre a sus espaldas. Volteó a mirar quien lo llamaba y se tuvo que acercar.
La señorita sentada a la mesa le preguntó cuál era su nombre completo. Gerardo Carbajal, le dijo orgulloso, convencido que le darían algún premio por la hazaña del día.
- Señor, usted no aparece en la lista del equipo titular, solo en la de los suplentes.
No entendía.
- Marisa, creo que los blancos han jugado con un jugador demás, parece que han jugado ocho - apuntó un hombre a la izquierda de la mujer.
Entonces, Gerardo contó en su cabeza las caras con las que había compartido el triunfo el día de hoy. El Maraca, uno, Trinchu-Trinchu, dos, Pacolo, tres, Paquirri, cuatro, el Gallo, cinco, quiso dejar de contar pero no pudo, el cabezón Pepe, seis, siete Chungcito. Y él, Gerardo. Carbajal.
En el siguiente minuto se confirmó. Su equipo había jugado con ocho cuando debía jugar con siete, Gerardo era entonces el octavo jugador, aquel por el que al final el Sucre perdió el partido en mesa y fue descalificado del torneo por los siguientes tres años.
Ya nadie lo quiso abrazar al salir, ni sus compañeros, ni el público.