Koki y yo compartimos defecto físico. A él se le nota más pero al final da lo mismo. Cuando lo conocí, hace más de 30 años, inmediatamente nos hicimos amigos. Siempre sonriente, con los cabellos largos a lo Nino Bravo, me dejaba escoger el chiste que yo quisiera de entre los cientos que ofrecía en su pequeño rincón del mercado, a la espalda del juguero entrañable.
Esa fue la primera biblioteca que visité en mi vida, aún sin saber leer. Intentando descifrar, aprendí. Periquita, La Pequeña Lulú, Supermana, Lorenzo y Pepita, mis primeras ficciones venidas de México en colores y con el infaltable auspicio de Charles Atlas. Koki nunca, jamás me negó cualquiera de sus revistas que para mi eran un divertimento y para él un sustento.
Al pasar de los años, fui sabiendo de él ya solo por oídas a causa de mi proverbial ingratitud. De sus nutritivos desayunos con Coca Cola, de sus innumerables y siempre honestas maneras de ganarse la vida, de sus altas y de sus bajas. La vida sigue indetenible.
La última vez que lo vi, fui yo quién me acerqué. Él, siempre discreto, se encontraba de pie en la vereda de la iglesia. Toda la familia salía de ella y él allí, de pie, en silencio, presente. Me acerqué a él y le toqué el hombro. Una fracción de segundo más tarde era víctima de un abrazo inesperado, de un cariño inmerecido, de una agitación emocionante. Koki me abrazaba mientras reía interminablemente y repetía el sobrenombre con el que hoy ya nadie más que mi hijo me nombra. Verlo después de tantos años, idéntico a esos tiempos en que la felicidad era un chiste de la editorial Novaro, me dio la alegría de saber que hay cosas que no cambian con el tiempo, que yo sigo siendo para él el 'Pepito' de hace 30 años y él sigue siendo para mi ese tío que cada vez que me ve me abraza sinceramente y me pregunta cómo estoy, genuinamente interesado en una respuesta que no cambia ni con las canas ni con los kilos.