25/7/14

El Tren Eléctrico

En época de elecciones, en aquel tiempo, todos teníamos una opinión. Todo lugar era una plaza y a nuestros cortos 10 la dialéctica la ejercíamos en el patio del colegio, al terminar de cambiar nuestras figuritas del albúm de la Pandilla Basura. Éramos apenas dos apristas, alguno de izquierda y todos los demás estaban con el Gran Cambio. 
Defendí el tren eléctrico porque era lo que debía hacer. Sus columnas nos quedaban apenas a unos cien metros de donde discutíamos de política sin internet y cara a cara. Raul me dijo un día, no en el patio sino en el salón, que Alan García le había pagado a los trabajadores del tren eléctrico con cheques sin fondo. Lo dijo preocupado, con gesto adusto, con cara de "como puedes querer que el Apra vuelva a ganar las elecciones". Yo no supe qué responderle. Pensaba que eso era imposible, el gobierno no se puede quedar sin dinero, si ellos lo fabrican, qué huevón que eres Raul. Pero no se lo dije, pensé que no entendería como funciona la fábrica de dinero.
En esos años uno podía ver a los obreros del tren eléctrico, construyendo y colocando una por una, cada una de las columnas que hoy lo sostienen. Mi recuerdo los ve haciéndolo a mano casi, sin cerrar calles ni maquinaria pesada que los acompañe.

Había sido día de celebración y éramos tres andando, cansados de hacerlo y buscando sin encontrar. Papá con el niño en brazos y mamá, una imagen vale más que mil bostezos. Entonces los ojos de ese niño se abrieron como platos. Era verde y surcaba los cielos. Silencioso, se desplazaba dinámico, con la fluidez del que no necesita tener prisa. "Quiero subirme al tren" fueron las cuatro palabras que se oyeron inmediatamente. Y hacia allí se dirigieron.
La verdad es que los tres se querían subir al tren, pero claro el único que aún no había sufrido la castración de sus deseos era el niño. La estación era enorme, triste y vacía con más empleados que pasajeros. Preguntaron, pagaron, subieron. Arriba hubo que esperar que llegue el tren a acallar la misma pregunta repetida al infinito, "¿Y el tren?" Hasta que llegó, puntual como en los relatos de Pocho Rospigliosi desde la olimpiada de Munich (¿o fue la de Tokio, viejo?), en el minuto preciso. Subir fue una aventura de segundos, sentarse otros segundos y allí anduvieron, con la ciudad a sus pies, mirando por la ventana los techos y la gente-hormiga en su día de descanso. El niño comentaba y el papá comentaba. La mamá permaneció más bien silenciosa.
Luego se bajaron en Grau y tomaron un taxi a casa.